La Consejería de Universidades, Ciencia e Innovación y Cultura, a través de la Dirección General de Patrimonio Cultural, celebró en el CIC El Almacén (Arrecife), la proyección del documental Curanderas Canarias. Tradiciones de Sanación con éxito absoluto al completar el aforo.
Se recogen testimonios de curanderas, santiguadoras, yerberas y parteras que, durante generaciones, transmitieron rezos, fórmulas para “santiguar”, imposiciones de manos, uso de plantas medicinales y conocimientos rudimentarios de partería. Todo ello en un contexto histórico en el que la medicina convencional apenas llegaba a las zonas rurales y las mujeres que encarnaban estos saberes se convirtieron en referentes comunitarios y transmitieron dicho conocimiento a la siguiente generación y con ello, todo un sistema de creencias y prejuicios.
El documental se adentra en este universo con una mirada puramente celebratoria sin incluir una voz crítica que ponga en contexto la eficacia real de estas prácticas. El resultado es un relato que, si bien aporta valor cultural y etnográfico, corre el riesgo de reforzar creencias que carecen de respaldo científico y que, en algunos casos, pueden ser perjudiciales para la salud. Corren tiempos en donde dudar de lo académico y cuestionar el aporte del conocimiento científico se convierte en una obsesión peligrosa.
Rescatar la memoria de estas figuras es importante ya que, forman parte del patrimonio inmaterial, de la identidad y de la historia de Canarias. Pero la puesta en valor de su legado no debería confundirse con la validación acrítica de sus supuestos efectos curativos que, en mi opinión, es lo que ocurre en bastantes ocasiones. En un momento en que las pseudoterapias y la desinformación sanitaria siguen costando vidas, el relato cultural debe ir acompañado de un contexto que explique sus limitaciones, sus riesgos y la necesidad de la medicina basada en pruebas sin que ello signifique ni se confunda con menospreciar el valor de lo que cuestiono.
En este tipo de producciones culturales, el riesgo no solo está en que el espectador interprete estas prácticas como algo inofensivo, sino en que se consolide la idea de que son terapias legítimas. La Organización Mundial de la Salud y múltiples instituciones sanitarias han advertido del peligro de las pseudoterapias: métodos sin evidencia científica que se presentan como eficaces para curar o prevenir enfermedades. Cuando el relato cultural omite esta advertencia, abre la puerta a que personas vulnerables pospongan o sustituyan tratamientos médicos por rituales, rezos o ungüentos con consecuencias potencialmente graves.
Además, la narrativa que envuelve a estas figuras suele atribuirles un aura de poder sobrenatural, como si fueran “superhéroes” rurales dotados de un don especial. Esta mitificación no solo distorsiona la realidad histórica —eran mujeres que actuaban desde el ingenio y la necesidad, no desde la magia—, sino que alimenta un imaginario donde la fe personal se coloca por encima de la medicina. En una sociedad que todavía lucha contra la desinformación y la desconfianza hacia la ciencia reforzar este mito creo que es un paso atrás.
Documentar sí; romantizar la superstición, no.