La ignorancia no exime de responsabilidad. Se autodenominan “amantes de los animales”, pero su conducta es, en realidad, una amenaza para todos: vecinos que alimentan colonias felinas en la vía pública. Creen actuar con compasión, pero lo que están creando son focos de insalubridad, plagas y riesgos epidemiológicos. Y lo hacen en contra de toda lógica sanitaria y de la convivencia ciudadana.
Porque dejar pienso, latas abiertas o restos de comida en calles, parques o solares no solo atrae a gatos: ratas, cucarachas, palomas y tórtolas que encuentran ahí un buffet diario. El resultado es un aumento de plagas, enfermedades, suciedad y olores. Basta dar un paseo por ciertos barrios de Arrecife, San Bartolomé o Tías para comprobar cómo la buena intención mal entendida se convierte en caldo de cultivo para problemas graves de salud pública.
En otros lugares no se han dejado arrastrar por el chantaje emocional de un pequeño lobby. Italia, por ejemplo, que durante años fue considerada la “patria del gato callejero”, ha tenido que imponer ordenanzas locales muy claras en ciudades como Roma y Milán: prohibido alimentar colonias fuera de los espacios controlados y bajo supervisión sanitaria. El incumplimiento conlleva multas importantes.
En mi país Alemania, donde el problema llegó a niveles alarmantes en Renania del Norte-Westfalia, se optó por la recogida sistemática de gatos callejeros y la creación de centros de acogida y santuarios en colaboración con asociaciones serias. Allí entendieron que el verdadero amor por los animales no se demuestra dejándolos en la calle, expuestos a coches, enfermedades y maltrato (envenenamientos), sino ofreciéndoles un entorno seguro y digno.
En Estados Unidos, ciudades como San Antonio (Texas) aprobaron ordenanzas específicas que prohíben alimentar gatos en la vía pública, tras comprobar que el método CER por sí solo no resolvía el problema. En su lugar, se impulsaron refugios municipales y convenios con santuarios privados para acoger a los felinos, fomentar su adopción y reducir el impacto ambiental.
La alternativa existe y es viable: santuarios felinos y centros de recogida gestionados con criterios científicos. En ellos, los gatos reciben alimentación adecuada, controles veterinarios, esterilización real y una vida digna sin suponer un problema para el entorno. Pobres animalitos en manos de tanto ignorante autodenominado “amante de los animales”. Indocumentados.
Mantener colonias en la calle no es protegerlos, es condenarlos a una existencia precaria, a enfermedades, atropellos y peleas. El gato de colonia no es un símbolo de libertad, es un animal abandonado que sufre.
Si de verdad queremos ser una sociedad que cuida a los animales y protege la biodiversidad, debemos dejar atrás el buenismo tóxico de quienes dejan comida en cualquier esquina y apostar por soluciones estructurales: recogida, control y santuarios.
Los verdaderos amantes de los animales no son quienes tiran pienso o comida que les sobra de su casa a la calle y agravan el problema, sino quienes apoyan soluciones responsables, higiénicas y sostenibles. Mientras tanto, cada bolsa de pienso abandonada en un parque es un recordatorio de que, bajo la máscara del amor a los gatos, se esconde una bomba epidemiológica que amenaza la salud de todos. Es cuestión de tiempo.