Oriundo del caribeño territorio de La Guajira, en el norte más norte de Colombia, pero profundamente enamorado de la ciudad de Barranquilla, también bañada por el Mar Caribe, a Lácides Mengual Alarcón lo recuerdo como el “mejor” profesor de mi época de estudiante de secundaria. Así me nació decírselo a uno de sus hijos, y no por quedar bien, en el sepelio del maestro después de algunos años de haber finalizado mis estudios de bachillerato. Admito que el título honorífico de “mejor” es una percepción tan subjetiva como personal, pese a que coincide con la opinión de varios compañeros de clases.
Bajito de estatura, con voz ronca, pero grandilocuente como pocos, y jamás emisor de una palabra malsonante, el profesor Mengual (no me atrevo a llamarlo profe) se ganó el aprecio y la admiración de todos por la pasión que transmitía en la enseñanza de conocimientos de Geografía e Historia, universal y de Colombia, su dedicación al trabajo y su compromiso en acciones solidarias, en resumen, dignificaba la profesión por su máximo respeto al alumnado y al centro educativo al que servía.
Seguro habrá muchos maestros ‘mengualistas’ de vocación que, además de enseñar su asignatura, se preocupan por mejorar la expresión oral y ortografía de sus alumnos, por desarrollar dinámicas de grupo que favorezcan el gusto por la materia objeto de aprendizaje o por fomentar el comportamiento respetuoso a las normas de convivencia pública, el civismo que hoy tanto nos hace falta cultivar y llevar a la praxis.
Adelantado a los tiempos, el profesor Mengual organizaba debates en el salón de clases nombrando moderador y relator en cada una de esas mesas redondas donde tratábamos temas inherentes a la asignatura y otras cuestiones de interés general y actualidad. Todos sus alumnos experimentamos la responsabilidad en el desempeño práctico de ambas funciones.
El colegio era para los jóvenes de entonces una gran institución y los profesores una figura intocable que nuestros padres y tutores asemejaban a un familiar cercano. Y claro que se presentaban diferencias entre profesores y alumnos, pero había un protocolo, palabra que tanto escribimos y leemos por estos días, de actuación, y no escrito, por el que in situ se respetaba generalmente la decisión del profesor y ya luego el alumno hacía sus descargos en el hogar para que nuestros padres actuaran en consecuencia, dando el caso por zanjado o tendiendo puentes de diálogo con el profesor u otra autoridad del colegio, y ya está.
Ahora que nos desborda la preocupación por las condiciones de higiene y seguridad que tendrán nuestros niños y jóvenes en los centros de enseñanza y la calidad de la educación resultante bajo la lupa del covid-19, me parece conveniente destacar que así como nos interesan las habilidades o competencias que puedan adquirir nuestros chicos para que despunten aprovechando sus potencialidades, si así ellos lo deciden, tampoco podemos obviar el peso que tiene la institución educativa como motor propulsor de valores, llámese respeto, disciplina, solidaridad, organización, pensamiento crítico u otro, donde las familias, por encima del mismo colegio, tenemos mucho que decir y hacer.
Asentados en un sistema educativo que anhelamos congruente, madres y padres, con el apoyo de profesores y colegios, debemos reconocernos como parte sustancial de ese rápido y complejo proceso de desarrollo y no permanecer con los brazos cruzados a que nuestros hijos aprendan lo que nosotros y el conjunto de la sociedad esperamos de ellos, “que para eso está el colegio que le enseña de todo”. Craso error .
Vociferamos el papel preponderante de la educación en el comportamiento social y en la búsqueda del estado de bienestar, pero esa importancia no trasciende como debiera ni en el debate político ni en la cobertura informativa y análisis de los medios de comunicación.
Que la educación sea un tema residual de la agenda política no justifica que los periodistas la mandemos al destierro. No digo que no sea de interés, pero hay mucho más por escarbar que el número de matriculados que registra un nuevo curso escolar o el estado de las instalaciones de los colegios.
Hablamos más del ‘se queda’ de Messi que de los programas curriculares de las asignaturas, que de las innovaciones en las metodologías de enseñanza y aprendizaje, que de la situación de nuestro nivel educativo con respecto a otros países, que de la implantación y renovación de nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza, que de las actividades artísticas de los estudiantes dentro y fuera del centro, que de la tasa de abandono escolar o que del resultado de las evaluaciones periódicas.
Una discusión abierta, franca y frecuente sobre la educación no solo orientaría mejor a la opinión pública, sino que enriquecería el sistema que tenemos y aprenderíamos más todos los miembros de la comunidad educativa. La educación no se resume en sentar al alumno frente a la pizarra. El profesor Mengual lo tenía bastante claro.