viernes. 19.04.2024

La hamaca grande

Sabedora de mi admiración de la obra y personalidad del maestro Adolfo Pacheco Anillo, mi madre me alertó el pasado 19 de enero del accidente de tráfico que sufrió en una carretera del Caribe colombiano esta leyenda de la música vallenata de guitarra y acordeón, que fue ingresado en la UCI de un centro sanitario de Barranquilla, del que no pudo salir con vida. El hijo ilustre del pueblo de San Jacinto, Departamento de Bolívar, localizado en el norte de Colombia, murió este sábado 28 de enero a los 82 años de edad.

Para los amantes de la música, la literatura o cualquier otra expresión artística, no hace falta conocer personalmente a los creadores, es suficiente disfrutar de esos regalos sin precio que son sus obras. Hace años le preguntaba a un colega periodista y escritor de proyección latinoamericana si no le hacía ilusión entrevistar a Gabriel García Márquez, y me contestó sin vacilaciones que sería maravilloso acercarse al Nobel, pero que de él ya era suficiente esa narrativa inigualable titulada Cien años de soledad, claro, que si en el ejercicio del periodismo conocemos a un artista de semejante dimensión, pues mucho mejor.

Al maestro Adolfo Pacheco tuve la oportunidad de conocerlo personalmente, se cruzó en mi vida profesional el año 2001, cinco meses antes de aterrizar en Canarias. Bajo la dirección del cronista Alberto Salcedo Ramos, fui productor de varios capítulos de la serie documental televisiva Vámonos Caminando, realizada para su divulgación en el canal cultural nacional Señal Colombia.

Uno de esos programas que nos llevó de andariegos por pueblos del Caribe estuvo dedicado a San Jacinto, pueblo rico culturalmente, entre otros valores,  por su tradición artesanal textil en la elaboración de hamacas tejidas y por la música popular con dos nombres propios que traspasaron fronteras: la agrupación Gaiteros de San Jacinto, creada en los años 50 e insigne intérprete de música de gaita y tambores, y el compositor Adolfo Pacheco, juglar de los Montes de María, territorio verde donde está enclavado el pueblo que lo vio nacer.

Fuimos a San Jacinto una semana, así lo marcaba el plan de rodaje, y allí grabamos a uno de los sobrevivientes de los Gaiteros tocando con nuevas generaciones de músicos de la tierra, aunque de antemano contábamos con la ausencia de Adolfo Pacheco.

Los huecos en paredes y trincheras del cuartelillo de la policía producidos por balas de fusil justificaban el temor expresado por el compositor, que en ningún momento se negó a participar del programa, pero sí suplicó que lo grabáramos cerca de Barranquilla, su lugar de residencia. La situación de orden público de entonces era muy tensa en los Montes de María y Adolfo Pacheco, con mucha tristeza, dijo no querer ir a su pueblo por físico miedo.

El encuentro finalmente se produjo en una finca de un compadre suyo que era vecino  de mi casa familiar en Barranquilla. Grabamos la entrevista y su  interpretación con guitarra, él meciéndose levemente en una hamaca tendida en una choza de techo de paja luciendo su infaltable sombrero vueltiao, entre el mugido del ganado vacuno y el cantar de los gallos, en esa finca situada en las inmediaciones del pueblo de Galapa, cerca de la vieja carretera que conecta Barranquilla y Cartagena de Indias.

Allí se despachó cómodo y a gusto haciendo gala de su buena parla. “Soy un corroncho culto”, dejando claro su origen humilde y pueblerino. Ya cerca de los 40 años de edad finalizó con méritos sus estudios de Derecho.

Además del lujo de disfrutar, de cerca y en un ambiente familiar, del canto de composiciones emblemáticas de la música popular colombiana como La hamaca grande, que internacionalizó en el año 93 Carlos Vives en el álbum Clásicos de la Provincia, recuerdo especialmente algunos pasajes de la entrevista.

Entre ellos, la descripción de crónica literaria, como son sus canciones, de la estrecha y peculiar relación que mantuvo con su padre porque perdió a su madre cuando apenas tenía ocho años de edad. El maestro Pacheco contaba que su padre de joven le dijo en una ocasión que para qué se dedicaba a la música “si para beber ron no hacía falta ser músico”, sin saber que luego aquel chico soñador y bohemio, al que alcanzó a despreciar su talento, le iba a componer de los más bellos versos que se convertiría en un balón de oxígeno en momentos durísimos de su existencia.  

Después de tener una veintena de negocios, el viejo quedó arruinado y tuvo que salir de San Jacinto a buscarse la vida en Barranquilla. San Jacinto, que como casi todo el Caribe colombiano es un pueblo burlón y perrateador, empezó a vacilar diciendo que al viejo para llamarlo ya había hasta que quitarle el Don.

Resulta que Adolfo compuso una canción y llegó de oída  a su padre el rumor que el hijo había escrito unas letras para denigrar de él. El artista se plantó orgulloso en Barranquilla con acordeonero, caja y guacharaca y delante  le cantó el Viejo Miguel. “Ommbe hijo, si lo que me has hecho es una poesía”, reconoció entre lágrimas.  La letra dice “primero se fue la vieja pal’ cementerio y ahora se va usted solito pa’ Barranquilla… “pero eso no importa porque es mejor empezar de nuevo cual la flor silvestre que al renovar es mejor su aroma”.

Finalizamos la jornada de trabajo – disfrute en la finca nada menos que comiendo bocachico frito en fogón de leña, ese manjar de pescado que desafortunadamente ahora escasea en el río Magdalena, pero sobre todo  disfrutando en vivo de la música de serenata y acordeón  interpretada por Adolfo Pacheco de la mano de la compañera de la que nunca se divorció, la guitarra.

Alguna vez en Lanzarote sentí la necesidad de rememorar aquel documental y lo compartí visualizándolo en casa con mi familia y una gran amiga de Playa Blanca  interesada por la cultura en general, Lola Cáceres, que así también, a más de 6.000 kilómetros de distancia, conoció de cerca al maestro Adolfo Pacheco Anillo, el último juglar de los Montes de María.

La hamaca grande
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