miércoles. 14.05.2025

Casi coincidiendo con la finalización de la Liga de fútbol y del Mundial, al menos para España, está a punto de cumplirse un año ya de la tempranísima muerte de un joven futbolista vasco que fue también jugador de la UD Lanzarote: Francisco Javier Yubero, el guardameta que sustituyó en la portería de la Real Sociedad, siendo todavía casi un chinijo, al mismísimo Luis Miguel Arconada. Pero no acabó de triunfar en aquel equipo, acaso porque el peso y la memoria del mito sobre su espalda fue excesivo. Y entonces se convirtió en una suerte de portero itinerante, pero siempre huérfano de suerte, aunque algunos lo tenían como jugador talismán porque fue testigo de tres ascensos en otros tantos equipos. Militó en el Betis, Éibar, Rayo Vallecano, Amurrio, Zamora, y nuestra UD Lanzarote. De aquí regresó a un equipo peninsular, el Torredonjimeno, en el que finalmente se ganó la titularidad durante un tiempo, pero al poco, después de que su estado físico empezara a deteriorarse repentinamente, le diagnosticaron un cáncer de hígado y páncreas. Algo similar al duro trance por el que también habían pasado por aquellas mismas fechas otros dos porteros del fútbol español, tal que si se tratara de una maldición balompédica: Molina (Deportivo de La Coruña) y el Mono Burgos (Atlético de Madrid). El primero ya se había rehabilitado totalmente, y el segundo estaba en fase de recuperación. Y al igual que ellos dos, Yubero también sabía en aquel entonces que ese difícil partido tenía que jugarlo él solo, y además intentar ganarlo hasta el último minuto, aunque los médicos ya andaban hablándole de la posibilidad de que el joven no volviera a enfundarse los guantes nunca más. Yubero no fue casi nunca un portero con suerte. Había invertido toda su carrera buscando un equipo donde lograr un puesto estable. En Lanzarote tampoco lo consiguió. El otro conjunto en el que recaló cuando salió de la isla terminó descendiendo a Tercera. Y los médicos le habían diagnosticado células cancerígenas en el hígado y páncreas. Las desgracias físicas y deportivas se le acumulaban.

Todavía hoy no se conoce a ciencia cierta de qué química especial están hechos los que un mal día optan por la soledad de colocarse delante de la portería y jugar a abortistas del gol, el principal ingrediente del fútbol. Los porteros son los antijugadores: se encargan de romper el juego o interrumpir una suerte de regates que se le han ido de las manos (es decir, de las botas) a los defensas, que son los que ya tienen un pie en la locura propia del aguafiestas y otro pie en la magia de la creación. Los porteros, además, son los que se desenvuelven más cerca de ese grupo de la grada que representa lo que se ha dado en llamar como la España profunda. Los que imitan al cancerbero, aquel perro de tres cabezas que guardaba la puerta de los infiernos, reciben con la mirada muy alta, como quien no escucha. Todos están contra él: los que le tiran objetos contundentes o palabrotas desde las gradas, y los que tiran a gol desde dentro del campo. El portero, en suma, tiene madera de mártir. Ellos reúnen todo el dandismo de los llaneros solitarios. Y además poseen el carácter especial de quien es capaz de soportar una y otra vez la alegría o la tristeza ante el gol sin tener a nadie próximo con quien compartirla.

Los porteros son otra gente. Y se entiende así que sepan afrontar el cáncer desde la soledad. Y la muerte desde el total olvido de la mayoría. (de-leon@ya.com).

La soledad del portero
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