Por Miguel Ángel de León
El dichoso Estatut de los c. (catalanes, se sobreentiende) está poniendo de moda en las últimas fechas el término (de estación terminal) nación, mientras que la otra bobería recurrente de nacionalidad va cayendo en desuso, como es triste fama. Ahora todos quieren ser nación, arrastrados por la marea mareadora que nace en el Mediterráneo y desemboca por aquí abajo, en el Atlántico sonoro, que cantara el poeta insular, hasta tal punto que el pasado martes la mismísima presidenta del Cabildo conejero, Inés Rojas, sin ponerse colorada, va y reclama también el nombrete, para que no se diga que no está ella a la última moda, y ganándose la flechita para abajo -en picado- de la edición nacional (“estatal”, diría ella) del diario El Mundo, en su sección Vox populi.
Metamos las cabras en el corral antes de que se desmanden, porque son de natural revoltosas y siempre tiran al monte, las condenadas. Hagamos un pizco de memoria, no más, para evitar caer en ridículos constantes. Cuando en Cataluña/Catalunya gobernaba el pequeño/gran Jordito Pujol, el centenario periódico La Vanguardia (La Vanguardia Española era su nombre completo allá cuando mandaba Panchito Franco; bueno es recordarlo también) le preguntaba al honorable por la inminente declaración de "nacionalidad" para regiones como Canarias y Aragón. ¿Y qué dirán ustedes que respondió el muy cuco president, chiquitito pero matón? Pues, tal cual: "Se pretende que todas las comunidades sean nacionalidades y se llegará a la situación absurda de que en España no habrá regiones". Más claro, ni la calva de mi Coronel del glorioso y ruidoso Cuerpo de Artilerría, allá cuando existía el servicio militar “voluntario” (ya, ya...).
Extráñese el que quiera extrañarse ahora, pero no crea nadie que no le asistía razón a Pujol para decir lo que consta que dijo. Antes al contrario: al menos ahí iba sobradito de argumentos y de lógica, aunque con ello caiga igualmente en la más absoluta contradicción, que por otra parte es principal seña de identidad de todos los nacionalismos, hasta el punto que los mismos no tendrían razón de ser si consiguieran su generalmente unívoca meta final: la independencia o soberanía (también denominado o confundido con el "derecho a la autodeterminación", que suelen reclamar mayormente los que no saben qué significa a carta cabal eso de autodeterminarse, porque la ignorancia es muy atrevida). Apostillaba Pujol en aquella entrevista que "si la palabra nacionalidad, que representaba un elemento diferenciador en la Constitución, deja de serlo, habrá que introducir otra". Por ejemplo, la ahora manoseada nación. ¿Lo van cogiendo? He ahí la gran verdad de una mentira monumental y sostenida: el cuento de las presuntas nacionalidades, de las que ya tenemos escrito y repetido que es un invento, un mero eufemismo, un simple nombrete que no significa nada y que esconde no más que una trampa semántica que sirve de excusa para diferenciarse de los demás, sobre todo a la bendita hora de reclamar más derechos (léase y entiéndase, más dinero, hablando en plata). Es lo bueno que tiene las hemerotecas, para mi gusto.
De aquellas palabras de Pujol se desprendía, implícitamente, que no se trata tanto de decir "somos distintos” como de insinuar o dejar caer que "queremos más que los demás". Ya tiene dicho también con sobrada ironía el todavía presidente extremeño, Rodríguez Ibarra, en hablando de la infinita voracidad que a la hora de reclamar competencias y millones han demostrado tener vascos y catalanes, que el hecho de hablar dos lenguas no significa tener dos bocas, aunque bien que lo parece.
Pujol confirmaba por aquel entonces lo que muchos nos temíamos de antemano: que el nombre o nombrete es lo de menos, y que si la falsa y arbitraria denominación de nacionalidades históricas ya no va a ser privilegio exclusivo de catalanes, vascos o gallegos, sino que ahora va a repartirse nominalmente "café para todos", pues se rompe el juguete o se le cambia el nombre al mismo y se le empieza a llamar -un suponer- nación. Y vuelta a empezar y a pedir por esa boquita. Son como niños: insaciables. Cuanto más les dan, más piden. Y los más mimados -vascos y catalanes- se vuelven los más insoportables. Abran ahora mismo cualquier periódico y verán que sus berrinches copan más páginas y editoriales que ningún otro.
En todo eso se queda el Estatut, la nación y la madre que la parió:
-Tero más dinero, mamá.
)Estatut? Estás tú buena, Inés. ¿Y alguna de indios no se sabrá usted, cristiana?