¿Te acuerdas de una película en la que Michael Douglas interpretaba a un tipo aparentemente normal que se quedaba encerrado en un atasco y que de pronto descubría que estaba harto de la vida y la emprendía a tiros con todo el mundo? Sí, esa, la de Un día de furia. Bueno, pues lo de este lunes para mí ha sido un día de furia. Uno de esos días en los que nada de lo que te propones hacer te sale bien, de esos días en los que parece que el resto de seres del planeta se han aliado para hacerte la puñeta. Llegas a pensar incluso que por alguna parte tiene que haber una cámara oculta. Es horroroso.
Me levanté con la oreja planchada hacia el lado malo y sudando a mares por el calor que ya asomaba a las siete de la mañana por la ventana de mi habitación, después de comprobar que un par de mosquitos se habían puesto hasta arriba con mi sangre -espero que se llevaran al menos parte de las dos cervezas que me había tomado en Playa Blanca el día anterior-. No sé por qué, pero al incorporarme tropecé con mis propias cholas, y por poco estampo los piños en el borde de la cama. Me miré al espejo y comprobé que mi mujer tenía razón -una vez más-, porque tenía la cara como el culo de un niño, roja como un tomate rojo. “Te dije que te pusieras crema”, imaginé que me diría al verme aparecer. Lo malo no era el color, lo malo es que como tengo la costumbre de no ponerme gafas de sol y siempre voy con los ojos achinados, me di cuenta en seguida de que tenía unas marcas blancas horrorosas alrededor de los ojos. Parecía un indio en pie de guerra. Puse la radio, para intentar enderezar el rumbo de los acontecimientos. En todos los boletines informativos se hablaba de lo mismo, del asfixiante calor, de la elevada ocupación hotelera y de los buenos resultados que está dando la implantación del carnet por puntos. Nada interesante bajo el sol justiciero. De pronto descubrí que tenía dos nuevas canas. Para olvidarlo, intenté pensar en lo que contaba la radio. Reflexionar siempre ayuda a olvidar. Estoy de acuerdo con que hay una excelente ocupación hotelera porque tengo familia descansando en Playa Blanca y tardaron varias horas en entregarles la habitación que habían reservado con meses de antelación porque había más gente dentro que fuera. Estoy de acuerdo con lo del calor, porque llevo todo el día viendo como se me derrite la sesera y cómo apenas tengo fuerzas ni ganas para escribir mi columna diaria. Con lo que estoy menos de acuerdo es con lo del carnet por puntos. Es verdad que los primeros días todo el mundo respetaba los límites de velocidad. Parecía como un juego, todos yendo en fila como si supiéramos que el primero de la cola era un coche de la Guardia Civil. Es más, comprobé atónito que se puede llegar incluso a ver la jeta del que te adelanta si lo hace a la velocidad que imponen las señales y no a 180. Han pasado los días y las cosas vuelven a ser más o menos igual. La gente ya no se acuerda de lo de los puntos, más que nada porque hay gente a la que parece que todo le importa un pepino.
Para no cansar al respetable lector, diré que cuando salía de camino para Arrecife me tropecé con una tremenda caravana en el cruce de Los Mármoles, caravana que me hizo llegar tarde al sitio donde me había comprometido a llegar pronto, momento en el que decidí que no estaba dispuesto a soportar que me sucediera nada más en este nefasto día. Por suerte, en este país es muy complicado llevar armas. Estaba equivocado. Sólo en un día como este te podía tocar además hacer la compra del mes, esa que tratas de evitar con las excusas más peregrinas, esa que temes como temes a la peor de las pesadillas. No tuve otro remedio y me fui decidido al supermercado, llené dos carros con todo tipo de viandas y me marché deprisa antes de que me dijeran que por ser el cliente un millón tenía que pagar la compra del resto. Al llegar al aparcamiento descubrí sorprendido que tenía un golpe en la parte trasera del coche. Alguien o algo me había dejado un recuerdo imborrable, un faro roto y un trozo de chapa con una raya en la que me cabía el dedo gordo del pie derecho. No lo metí, pero sé que cabía. Como soy un optimista, busqué por todas partes la nota en la que suponía que estaría la dirección o el teléfono del sujeto/a que había cometido el atentado. Nada. Nada de nada.
Sí, está claro que el carnet por puntos puede haber hecho que algunos moderen la velocidad, que otros no beban tanto cuando van a coger el coche. Ahora, lo que no ha cambiado es la cantidad de sinvergüenzas que pululan por la calle, incapaces siquiera de reconocer que se han equivocado y te han dejado el coche como un cuadro de Picasso. Sólo espero que el sujeto/a que me dio el golpe sufra en sus carnes el mismo castigo, que alguien le destroce el coche y se marche sin dar una sola explicación. Si lee esto y se ha arrepentido de su fechoría, ya sabe dónde encontrarme. Le prometo que no tengo nada que ver con Michael Douglas y que ya se me ha pasado el cabreo de mi particular “día de furia”.