viernes. 29.03.2024

Todavía miro de vez en cuando con el rabillo del ojo a la puerta de la redacción del periódico y creo que va a entrar. Creo que va a entrar con su habitual sonrisa, que me llama, que me dice eso de “señor Canales” y que comenzamos uno de nuestros habituales pleitos.

Ha pasado más de una semana y todavía no me hago a la idea. No entiendo cómo, no entiendo por qué. No sé la razón que ha hecho que su presencia sea más importante en el Más Allá que en el Más Acá, donde había mucha gente que la necesitábamos.

Nunca la traté como la chalada de las camisetas que algunos pretendían hacer ver que era. Francisca Duque, Paca, era mucho más que una mujer que criticaba al poder establecido y a los que lo sustentan. Y no me refiero sólo a su faceta más conocida, la de la guerrera institucional que lanzaba sus mensajes a través de la radio y que ponía a caer de un burro a los políticos en los plenos cuando le daban la palabra. Pocas veces. No les gusta oír ciertas cosas. Me refiero a la hermosa persona que llevaba dentro.

Sólo la vi triste en el invierno de su vida, en esos días que la condujeron hacia el final. Su mayor ilusión, como me contó unas treinta o cuarenta veces, fue comprarse un piso en el litoral de la capital. “Siempre soñé que tenía un piso en la zona de los ricos, y al final, señor Canales, lo he conseguido”, me dijo orgullosa una mañana a su regreso de Fuerteventura. Siendo como soy mucho más joven que ella, lo de “señor Canales” sonaba a cachondeo para la mayoría, y lo era, era de cachondeo, como de cachondeo era que yo la llamara “la mujer pancarta”. “Ya está aquí la mujer pancarta”, soltaba al entrar por la puerta mientras estiraba su camiseta blanca emborronada con la última perorata contra los políticos o contra los que trapichean con drogas.

Después de mucho esfuerzo consiguió comprarse el piso. Nadie le regaló nada. Hay personas en la vida a las que les toca luchar. Paca fue una. Cumplió su sueño, eso sí. No sabía que a veces los sueños se convierten en pesadilla.

Me gustaría saber quiénes fueron los cobardes que se dedicaron a llamarla por teléfono y a llamar al telefonillo de su edificio profiriendo todo tipo de insultos y amenazas. Aunque parezca increíble, estos mezquinos consiguieron su objetivo. Amedrentaron a una persona buena, uno de esos perros ladradores que nos tropezamos todos a diario. La hundieron, la dejaron postrada en una silla de ruedas, y evidentemente le arrancaron las ganas de vivir. Dios los tenga en su gloria. Malditos.

Siento mucho lo que te ha pasado Paca, y lo siento sobre todo por Juan, que se queda más solo que la una, casi ciego y con el corazón roto en mil pedazos. Ahora, no pienses ni por un momento que me acuerdo de la anciana de la silla de ruedas. En mi memoria sólo cabe una mujer con la mente de una adolescente que regalaba siempre lo poco que tenía. Su sonrisa, su simpatía y muchas otras cosas más que guardo para mí...

Guardaré para siempre tu recuerdo, y el libro de poemas que me regalaste, ese maravilloso libro escrito por una persona con talento pero sin estudios que ningún político quiso publicar. ¿Para qué molestarse? Bastante tienen con engordar las partidas presupuestarias para pagar a los asesores y a los asesores de los asesores, para hacer estudios absurdos que cubren favores de Dios sabe qué naturaleza.

Son días difíciles, Paca, pero mucho más sin tu presencia. El Lanzarote que nos has dejado es mucho más feo de lo que tú llegaste a pintar jamás. Estamos huérfanos de gente como tú. No hay gente como tú. Algunos te vamos a echar mucho de menos. Otros no.

Descansa en paz, buena amiga. Y gracias por todo.

A mi amiga Paca Duque
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