Por María E. Santana
El pasado sábado acudí al estreno de la obra de teatro del genial dramaturgo irlandés Oscar Wilde, La importancia de llamarse Ernesto, a cargo del grupo de teatro Chespir. Sean mis primeras palabras de admiración y respeto profundo a los actores y actrices de esta agrupación y también a su director por haber sido capaz de mantener la atención de la obra durante las casi dos horas de, ¿por qué no decirlo?, un intenso y enérgico espectáculo visual. No quisiera pasar por alto cómo la adaptación que nos ofreció su director, el Sr. Clar, mantuvo el fondo intacto, y a pesar del imposible juego de palabras que ofrece el dúo Ernest/earnest, no se perdió ni un ápice de la idea inicial planteada por Wilde.
Mi humilde visión como espectadora y conocedora de los entresijos del teatro, la expongo a continuación:
Comencemos por los protagonistas. Asier Amador, pese a su visible juventud, nos ofreció un Archibaldo muy creíble. Cierto es que debe mejorar más su dicción y proyección vocal ya que en algunos instantes se le perdía la voz. Pero supo dotar a su personaje de una energía que fue dosificando hasta llegar, con su súbita aparición en el fabuloso “campo de golf”, a niveles muy óptimos de interpretación. Destaco de su intervención la escena con su partener Cecilia junto a un maravilloso árbol que evocaba las fantasías de la joven enamoradiza y el duelo vocal y actoral con su contrincante masculino José Manuel Clar, en el segundo acto. Buena presencia física, ilusión y amor al teatro en estado puro.
El papel de Gwendolyn Fairfax (Susana en esta adaptación) estuvo interpretado por Rocío Luque. Se nota que es una actriz con ciertas tablas. Hizo gala de una buena dosis de comicidad en el primer acto, aunque algo más liviana sin perder la corrección en el encuentro con Cecilia. A mi juicio perdió un poco de fuerza dramática hacia el final de la obra.
Carmen Barreto encarnó con absoluta solvencia a Lady Bracknell. Actriz dotada de una imponente presencia escénica, afrontó con maestría el difícil rol de ser, por una noche, el alter ego del propio Wilde. Sus epigramas no dejaron indiferente a nadie. Hacia el final de la obra, su irrupción en escena puso una vez más de manifiesto su saber actuar y su cuidada dicción. Nos regaló un momento final delicioso en referencia a la prematuridad de celebrar los bautizos de los dos “Ernestos”
A José Manuel Clar le correspondió el rol de Ernesto/Juan. A mi juicio su interpretación se puede considerar desde dos puntos de vista: por un lado, a nivel físico, hizo gala de un espléndido derroche de energía, de control de aire y buen estado de forma. En la primera escena nunca le vimos ahogado en su propio aire, muy al contrario hizo gala de un excelente control de la dicción, fiato y texto. Desde un punto de vista de su personaje, creo que supo imprimirle el carácter adecuado: esa dualidad entre el ser y el aparentar
Silvia Arón encarnó una muy buena Cecilia, viéndose destacada sus intervenciones por los actores y actrices que tenía a su lado. Su Cecilia fue ingenua, fantasiosa, e imaginativa, tal y como se espera en este personaje. Su escena con Asier Amador fue, en mi opinión lo mejor de la obra. Ambos hicieron gala de una buena compenetración que traspasaba el proscenio y nos dejaba impactados a todos en la platea. Como ya ha quedado apuntado, la evocación del árbol en el que ambos se habían comprometido fue uno de los momentos más deliciosos junto a la aparición de una fugaz duende del bosque que, al más puro estilo de los cuentos infantiles, tocó con su varita mágica a los jóvenes, sellando su amor de por vida.
José Ríos demostró una gran experiencia y dominio extenso de las artes actorales: presencia escénica imponente, excelente dicción y lo más importante, su reverendo Ascot estuvo más que correcto. Le imprimió esa doble moralidad característica del personaje, doble moralidad extendida a Carmen Sancristóbal (Raquel), quien definió con claridad desde su primera intervención cómo guardar las apariencias delante de su protegida y desmelenarse un poco con el reverendo, desatando sus pasiones ocultas como mujer soltera y entrada en años. Esta pareja funcionó a las mil maravillas incluso aportando una dosis de chispa cuando hacia el final de la obra, con todo resuelto, deciden que ya no tienen por qué ocultarse de esa rancia sociedad y declararse su amor.
No me gustaría terminar este artículo sin dejar de lado aspectos técnicos relacionados con el montaje de la obra: muy acertada la elección del color blanco, el gran olvidado en los montajes teatrales ya que, su simbología de pureza, de luz, de claridad y frescura contrastaba con el oscuro y turbio trasfondo de la obra: esa decadente sociedad victoriana de finales del siglo XIX avocada al fracaso y a la pérdida de los ideales que la sustentan: la filantropía. Un imaginativo y creativo diseño de luces puesto al servicio de los personajes y la trama, un diseño de peluquería atrevido, con un color, a priori poco favorecedor para las mujeres, y que sin embargo, por efecto de la luminaria, iba adquiriendo colores caprichosos en consonancia con lo que allí iba ocurriendo. Una buena elección del maquillaje que realzaba aún más si caben las fabulosas y expresivas caras de los actores y actrices y unos elegantísimos cambios de escena pusieron de manifiesto que con pocos recursos y una buena dosis de fantasía de pueden conseguir resultados espectaculares. En definitiva si algo debo destacar del montaje escénico es su estética, y por esta razón me atrevería a afirmar que el director de La importancia de llamarse Ernesto antepuso con acierto el principio de vida de Wilde: la belleza y la estética. Sin riesgo de parecer exagerada en mis apreciaciones, el Sr. Clar es un “apóstol de la estética”.
Felicidades de corazón a todos los protagonistas, personal técnico, maquilladores y peluqueros por haberme permitido disfrutar de una noche inolvidable, una noche teatral en la que “las apariencias lo fueron todo”.
Con mi humilde y respetuosa admiración hacia vuestro trabajo