Por Mare Cabrera
Lily estaba debajo de un banco en plena calle. La vi de puro milagro. Chiquita, encorajinada, mostraba su peor cara. Una vez me fijé bien, pude ver las pulgas caminando por su cara, los temblores por el frío y el miedo y unos grandes ojos verdes cubiertos de legañas y llorosos. Saqué un pañuelo e intenté cogerla. No fue fácil. Huía, salvaje y agresiva. Me di cuenta entonces de que le faltaba una pata trasera. Negra y coja. “No la querrá nadie”, pensé.
Una vez en mi casa, tampoco se tranquilizó. Corría asustada y escurridiza, hasta que se cansó. Dormida esa noche conmigo, la apretaba contra mi corazón para relajarla. Aún así, no probó bocado en días y le disgustaba el contacto físico. Lloraba por las noches y eligió como refugio la cesta de las trabas para tender la ropa. No se movía de ahí.
El veterinario me explicó que tenía infecciones varias, en los oídos, los ojos...incluso lombrices. Una vez tratadas, empecé a buscar con quién podía dejarla. Soy alérgica a los gatos.
Un día, mientras hacía limpieza general, me di cuenta de que llevaba rato que no veía a Lily. La llamé, la busqué por la casa, toqué a los vecinos, bajé a la calle...Tras dos horas desesperada, me acosté en la cama pensando que no la vería más. De pronto, escuché un ruido que venía de la cómoda. Abrí los cajones y en el último, en un rincón, desperezándose de una gran siesta, con sus grandes ojos verdes, sana y salva, estaba ella, de pelo azabache, brillante y curiosa, coqueta en los andares y gestos. Mi Lily, el mejor regalo de navidad… aunque Lusa, mi perra, no está muy de acuerdo: ahora tiene que compartirme. Con todo, feita y sin raza conocida, me espera en la puerta de casa con la gata cuando llego. Ambas me saludan igual de contentas.
Sólo un 30% por ciento de los animales que se adoptan son recogidos en perreras. En estas fechas estaría bien dejar de lado el pedigrí, les invito a ello.
Una adoptante encantada con sus niñas de cuatro y tres patas.