¿Si los árboles y los animales pudieran pensar y hablar, qué nos dirían? Quizás los árboles nos mirarían con tristeza y nos reprocharían nuestra ingratitud. Tal vez nos recordarían que, desde los albores del tiempo, han sido ellos quienes nos han dado cobijo, fuego, alimento y aire. Que sin su aliento verde, el nuestro no existiría.
Nos hablarían de cómo sus raíces se hunden en la tierra para sostener la vida que pisamos, de cómo sus ramas se alzan hacia el cielo buscando la luz que después nos regalan en forma de oxígeno. Nos dirían que cada hoja caída es una palabra que dejamos de escuchar, y que cada tronco talado es un corazón que dejamos de latir.
Y tendrían razón si nos llamaran desagradecidos. Porque hemos tomado de ellos todo lo que nos ofrecieron —la madera que calienta nuestros inviernos, el papel que guarda nuestros pensamientos, los frutos que endulzan nuestras mesas—, pero rara vez hemos devuelto algo a cambio. Los movemos de un lugar a otro, los cortamos, los quemamos, los reducimos a objetos o mercancías… sin pedirles permiso, sin siquiera una disculpa.
Por su parte, los animales también tendrían mucho que decir. Nos acusarían de haberlos convertido en piezas de un engranaje sin alma, en simples recursos de un mundo que perdió el sentido de la compasión. Nos recordarían que los domesticamos, los encerramos, los cazamos y los sacrificamos como si fuéramos los dueños absolutos de la Creación. Todo, amparados en un versículo del Antiguo Testamento que nos otorgó la falsa autoridad de dominar sobre ellos:
“Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra.”
(Génesis 1:26-28)
Quizás el Creador, o el misterio cósmico de la vida —ese Cosmo-Poder que todo lo rige— hizo a los árboles sin voz ni pensamiento para que no sufrieran al ver cómo los destruimos. Tal vez por eso también los animales callan cuando los sacrificamos, como si el universo hubiese decidido que solo el ser humano tuviera palabra… y con ella, la capacidad de justificar cualquier cosa.
Pero si alguna vez los árboles y los animales pudieran hablar, si de pronto escucháramos su voz en el viento o en el rugido de una montaña, ¿qué dirían de nosotros?
Quizás nos suplicarían que los dejemos vivir en paz. O tal vez, con la serenidad de los sabios, nos invitarían a aprender de su silencio, de su entrega sin condiciones, de su forma de dar vida sin pedir nada a cambio.
Porque mientras nosotros hablamos, ellos respiran por todos.
Y quizá, en ese intercambio silencioso entre su paciencia y nuestra inconsciencia, habite la verdadera sabiduría del mundo.
