lunes. 12.05.2025

Por Cándido Marquesán Millán

El Congreso de los Diputados acaba de aprobar definitivamente la reforma de las pensiones que eleva gradualmente la edad de jubilación hasta los 67 años. Con una cotización de 38 años y 6 meses se podrá a los 65. Para calcular la cuantía de la pensión se pasan de los 15 años actuales a los 25. La nueva normativa entrará en vigor a partir del 2013. ¿Qué pensión va a cobrar la generación actual de jóvenes con más del 40% de parados y que alcanzan un trabajo a los 30 años? Todo el foco de atención se ha dirigido a la prolongación de la edad de jubilación de los 65 a los 67, mientras prácticamente ha pasado desapercibido el hecho de que se cambiará de los 15 a los 25 años de cotización, para el cálculo de nuestra pensión. Miren su nómina de hace 25 años y se darán cuenta. Los agentes sociales y el Gobierno podrán alardear de haber conseguido un gran acuerdo que permitirá la sostenibilidad del sistema público de pensiones. ¡Qué no nos vendan milongas! La realidad es la que es. Dicho en román paladino, que vamos a trabajar más años y cobrar menos al jubilarnos. Los especialistas hablan de una reducción del 20% de la pensión. Por ello, en lugar de reforma de las pensiones, se debería llamar rebaja de las pensiones. Los grandes perjudicados los de siempre: los trabajadores. La conclusión parece clara, si queremos alcanzar una jubilación medianamente digna, no tendremos otra opción que pagarnos un plan de pensiones con compañías privadas. Sobran comentarios sobre quiénes son los beneficiarios. Como dato adicional, los planes de pensiones privados mueven al año cerca de 85.000 millones de euros. Sobre ellos las entidades financieras se embolsan 800 millones en comisiones. Sobre esta rebaja de las pensiones: ¿ha habido suficiente debate social? ¿Era necesaria hacerla? ¿Por qué se ha hecho ahora? Si hacerla era imprescindible, además de un amplio y sosegado debate, se necesitaba una explicación clara por parte del Gobierno. Toda la argumentación se reduce a motivos estrictamente demográficos, por el aumento de la esperanza de vida. Ignacio Zubiri acaba de señalar que es una reforma injusta y con trampa. Es injusta porque el ajuste recae sobre los trabajadores y la trampa es el factor de sostenibilidad, que posibilitará su revisión cada 5 años y supondrá más reducciones en las pensiones futuras. Otros como Vicenç Navarro afirman que el procedimiento para calcular la esperanza de vida es erróneo. Cualquier demógrafo conoce las dificultades de calcular cambios a tan largo plazo. Tengo la intuición de que las prisas por sacar adelante esta reforma, mejor rebaja, se explica: lo exigen los mercados. Y no hay más.

Por ello, esta medida es el mayor atropello cometido hacia los derechos de los trabajadores desde hace decenios. La medida además de injusta es ilógica. Si tenemos 5 millones de parados, con más del 40% de jóvenes, parece un auténtico desatino el retrasar la edad de jubilación.

Me sorprende que un acontecimiento de tal trascendencia haya recibido tan poca atención mediática y haya pasado prácticamente desapercibido para la gran mayoría de los trabajadores españoles, como si la cosa no fuera con nosotros. Mas llueve sobre mojado. El comportamiento ha sido similar ante otros muchos y graves ataques a nuestros derechos: reducción de salarios, congelación de pensiones, reformas laborales para flexibilizar y abaratar los despidos, inutilidad de la firma de los convenios. Trabajos cada vez más inseguros, más precarios con sueldos ridículos e incontrolables horarios, por lo que nadie se atreve a protestar, ante el temor de ser despedido fulminantemente. Recientemente un amigo me comentaba que un empresario, ante la queja de un trabajador por ofrecerle un sueldo de 700 euros al mes, le contestó de malos modos: o lo tomas o lo dejas, que tengo muchos otros esperando en la puerta. Esto es lo que hay. Y lo más grave es que no se vislumbra un cambio a positivo en el horizonte próximo. Todavía lo peor está por llegar. ¿Cómo se ha llegado a esta situación?

Hace ya varias décadas que se ha establecido un pensamiento único, impuesto desde las élites político-económicas, argumentando que todas las medidas mencionadas son totalmente inevitables. Buena parte de la clase trabajadora, como si estuviera adormecida, salvo alguna excepción como el 15-M, acepta esta situación, sin ejercer crítica alguna. Asume que las cosas son como son y que no pueden ser de otra manera. Y si alguien tiene la osadía de ejercerla, se le acusa de insensato. En la clase trabajadora predomina el individualismo y la insolidaridad, imperando el sálvese el que pueda. Al que trabaja en la empresa privada no le importa la rebaja del sueldo a los empleados públicos. A los que tienen trabajo les molesta el subsidio a los parados.

A los parados los emigrantes. Al que cobra la pensión o se jubila antes del 2013, no les preocupa la reforma de las pensiones aprobada. Ya se ha perdido esa conciencia de clase de las generaciones que nos han precedido, que gracias a sus luchas solidarias nos dejaron en herencia unas conquistas sociales: 8 horas de trabajo, vacaciones pagadas, sueldos dignos; el disfrute del Estado de bienestar: con enseñanza obligatoria gratuita, sanidad universal, derecho a una pensión, seguro de desempleo, asistencia a los dependientes. Todos estos avances los consiguieron con gran esfuerzo y con grandes luchas, no fueron un regalo divino. Tengo la impresión de que buena parte de los trabajadores todavía no nos hemos enterado de que con los avances sociales ocurre lo mismo que con las libertades políticas; constantemente hemos de detener las amenazas a lo que se ha logrado, y no presuponer que esas conquistas son una herencia intocable y segura. Por ello nosotros, tal como se están desarrollando los acontecimientos, no vamos a ser capaces de mantenerlas y transmitirlas a nuestras generaciones futuras. ¡Qué menos! Por simple dignidad.

Los sindicatos de clase están en una profunda crisis, con una pérdida irrefrenable de su afiliación debido a la globalización con sus secuelas del paro, la precariedad laboral, la competencia interna con los inmigrantes y los trabajadores de otros continentes. Hoy solo representan a los que tienen trabajos fijos, a costa muchas veces de los parados, los jóvenes, las mujeres y los inmigrantes. Frente a la globalización del capital y del trabajo con sus estructuras actuales son incapaces de reaccionar. Por ello si hoy están desacreditados, además de por sus incuestionables errores cometidos, como el exceso de burocratización o la servil dependencia de las subvenciones públicas, es porque desde determinadas opciones políticas y económicas han sido atacados brutalmente, con la idea de su eliminación. Cabe mencionar la opinión sobre ellos de la ínclita Esperanza Aguirre. Lo grave es que este mensaje una buena parte de la clase trabajadora lo ha asumido sin cuestionarlo, sin darse cuenta del peligro de su no existencia. El enemigo de los trabajadores no está en el sindicato. Está en otro lado.

Los partidos de izquierdas, salvo algunos con poca representación parlamentaria, han claudicado, renunciando a sus principios ideológicos básicos, tomando decisiones políticas prácticamente iguales a las de la derecha neoliberal. No puede ser de izquierdas rebajar impuestos a los más ricos. Por ello, hoy han dejado de ser un referente para una parte sustancial de su antiguo electorado-clase trabajadora-, que lo han ido perdiendo de una manera paulatina en un proceso continuo y de momento parece irreversible, tal como estamos constatando en los distintos procesos electorales, salvo que lleven a cabo una profunda reflexión sobre sus errores cometidos, en aras de un rearme ideológico.

Es imprescindible, por mucho que digan que no hay ideologías, vaya que si las hay, ya que tal como dice el historiador Eric Hobsbawn: la distinción entre izquierda y derecha seguirá siendo central en una época que ve crecer la separación entre los que tienen y los que no tienen. La tarea de la izquierda en los años venideros será reconstruir la defensa del Estado activista, tan vilipendiado desde el neoliberalismo, porque son los más débiles los que más lo necesitan ante las fuerzas desbocadas del mercado, para mostrar por qué el futuro para el siglo XXI no es que debamos retornar lo más deprisa posible al siglo XIX, como desde algunas corrientes ideológicas se pretende hacer y que además lo tengamos que asumir sin rechistar.

Retorno irreversible al Siglo XIX
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