lunes. 12.05.2025

Por Cándido Marquesán Millán

Si hay un tema del que me resulta especialmente desagradable escribir es de la corrupción política. Lo he hecho ya en otras ocasiones, mas como continúa estando presente en esta nuestra querida España, por simple responsabilidad ciudadana me siento obligado a seguir haciéndolo. Es probable, mejor seguro, que muchos compatriotas míos al ver el tema no proseguirán la lectura. En buena lógica exclamarán “otra vez con la misma tabarra o ya vale”. Entiendo que emitan exclamaciones iguales o muy parecidas, generadas por el hartazgo y el malestar. Pero la realidad es la que es. Los casos se suceden uno tras otro sin que se vislumbre un final. Recientemente pudimos contemplar en el Parlamento a nuestros ínclitos representantes en otra sesión bochornosa. Los dos principales partidos enzarzados en los casos de corrupción, chapoteando en la ciénaga. Los unos sacaron el caso Gürtel, los otros los Eres falseados de Andalucía, mostrándose implacables con el posible caso de corrupción del contrario y extraordinariamente magnánimos con el suyo propio. Con el diluvio que tenemos encima, ellos erre que erre con lo mismo, con el monótono y agobiante “y tú más que yo”. Comportamiento que lamentablemente se traslada a buena parte de la ciudadanía, que responde con la misma cantinela. Con ello nuestros políticos demuestran, como si fueran autistas, su total desconexión con las inquietudes y preocupaciones reales de la gente de la calle. De ahí el profundo y creciente desencanto hacia ellos, aunque tampoco parece preocuparles demasiado. Mas es un tema clave para la credibilidad de nuestro sistema democrático. Por ello, los partidos políticos deberían alcanzar un pacto estatal para erradicar de raíz, pero de verdad, cualquier atisbo de corrupción en sus propias filas. Y así cuando se presentase algún caso, las cúpulas de los diferentes partidos deberían abrir puertas y ventanas de par en par en aras a facilitar la investigación judicial, en lugar de poner todo tipo de trabas y dificultades y de culpar al partido contrincante, que esté al frente del gobierno en ese momento, de estar fabricando una conjura en connivencia con jueces, fiscales, policías y periodistas, aunque ello suponga un grave quebranto institucional. Tampoco deberían presentar a nadie en sus listas electorales que estuviera incurso en delitos de corrupción. El PSOE acaba de comprometerse a que no habrá en sus listas ningún condenado por corrupción. A la hora de hablar de imputados, ha prometido que no habrá imputados por corrupción siempre que además estén acusadas de enriquecimiento ilícito. Alcanzados estos acuerdos, ya no habría que malgastar ni un segundo más en el tema y dedicarse con exclusividad en buscar soluciones a los problemas que acucian de verdad a la ciudadanía, que no son pocos.

Pienso que la existencia de la corrupción en parte se explica por falta de reacción ciudadana ante ella. En ocasiones parece como si nos diera igual. Resulta difícil de entender que, tal como señalan las encuestas, es muy probable que llegue a la Moncloa el líder de un partido político, incurso hasta las mismas entrañas en delitos de corrupción, cuyo tesorero tuvo que presentar la dimisión y que tenía el despacho en la sede de calle Génova, pared con pared con el de Mariano Rajoy. Como también el que ha sido nombrado candidato a la presidencia de su comunidad un político, al que el fiscal le acaba de acusar de recibir unos regalos constitutivos de delitos continuados de cohecho, previstos en los artículos 426 y 74 del Código Penal y que ha establecido la siguiente petición de pena: multa de 5 meses y 15 días con una cuota diaria de 250 euros, lo que da un total de 41.250 euros. Mientras que ocurren los casos anteriormente mencionados, además de todos los de la Comunidad de Madrid en los que es difícil saber cuántos alcaldes, concejales y diputados populares están implicados, en el colmo del cinismo y del sarcasmo nos acabamos de enterar de que el PP difundía entre los miembros de su dirección y las organizaciones regionales el borrador del programa marco para las próximas elecciones autonómicas y locales, y que en el un último apartado, titulado "Regeneración", plantea medidas muy contundentes contra la corrupción. Según señala “La lucha contra la corrupción se convierte en uno de los pilares principales del PP, ya que la legitimidad del sistema democrático no puede quedar en entredicho por actitudes permisivas, indolentes o exculpatorias ante la gravedad de determinados comportamientos”. De verdad, leer estas líneas programáticas anticorrupción, tras confirmar la candidatura de Camps, es una falta de respeto a la ciudadanía española. Es sorprendente que estas circunstancias no tengan su reflejo a nivel electoral. Tal como observamos la corrupción en la democracia actual nunca tiene efectos tan inmediatos y devastadores sobre los cargos políticos. Puede que sea porque esta sociedad anda totalmente desnortada, como si no tuviera muy claros los auténticos valores éticos, ya que parece moverse por motivaciones estrictamente económicas. Si un candidato nos ha hecho un favor o nos promete una recalificación injusta de un terreno, nos tapamos la nariz, le votamos y punto. Mas no debería ser así. Debería producirse una contundente respuesta de la sociedad civil para no votar a todo aquel acusado de corrupción. No podemos acostumbrarnos a la imagen de un pueblo aclamando a su alcalde y concejales corruptos; como tampoco a que determinados cargos públicos electos, incursos en delitos de corrupción urbanística, al presentarse de nuevo, no sólo no sean castigados, es que salgan reforzados en las elecciones. Recientemente la escritora Irene Lozano acaba de decir con muy buen criterio “Ahora, formulemos un par de preguntas: si los políticos son culpables exclusivos de sus males, ¿por qué los ciudadanos recibimos el castigo de padecerlos? ¿Por qué culpa y pena no siguen caminos paralelos? La respuesta está en Valencia, donde cunde la interesada idea del aventajado alumno de Fabra, Francisco Camps, según la cual las urnas otorgan un impoluto certificado de penales a los más votados. Contra esta perversión disponemos de un arma defensiva: basta con no votarles. Así, culpa y pena volverán a caminar de la mano: serán los malos políticos quienes reciban su castigo, y no nosotros”.

Por lo que estamos observando, los escrúpulos morales pertenecen a épocas pretéritas. Un caso del pasado nos podría servir de contundente ejemplo. Una trama de corrupción y sobornos, el escándalo del straperlo, acabó en 1935 con la vida política de Alejandro Lerroux, el viejo dirigente republicano del Partido Radical que presidía entonces el Gobierno. Los ministros radicales tuvieron que dimitir y cayeron muchos cargos provinciales y locales del partido. Todavía más, en las elecciones de febrero de 1936, el Partido Radical, que había gobernado de septiembre de 1933 hasta finales de 1935, se hundió estrepitosamente en las elecciones. Quedó reducido a cuatro diputados, noventa y nueve menos que en 1933. Lerroux ni siquiera salió elegido en la lista. Todo un buen ejercicio de ciudadanía responsable. Toda una lección de nuestros antepasados. Y eso que en aquellas fechas la mitad de los españoles eran analfabetos. Tendrían carencias educativas, pero lo que tenían muy claro era la importancia de determinados valores. Uno de ellos era la intolerancia hacia los casos de corrupción. En cambio, los españoles del 2011 con los mayores niveles de cultura y de vida de toda la historia tenemos otras carencias no menos importantes.

Esa lacra de la corrupción
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