Por J. Lavín Alonso
He dejado pasar unos días y se ha despejado la incógnita electoral en Francia, con lo cual considero la ocasión ya madura para desgranar algunas impresiones a vuela pluma. Del binomio que llegó a la segunda vuelta: S-S, separadas las eses por un guión para evitar cualquier similitud con las tristemente célebres siglas rúnicas de antaño, el triunfo, y por un amplio y mas que envidiable margen, ha sonreído a la segunda S, la de Sarkozy, puesto que las damas van primero, y ha sido no pocos los suspiros de alivio y alegría; sobre todo de Pirineos para abajo. Otras manifestaciones lo han sido de desconsuelo y frustración. Así son las cosas del querer electoral, y más aun en un entorno bastante civilizado, sin titadine de por medio, pero si con violentos disturbios callejeros y más de mil coches incendiados, que parece ser la especialidad de la progresía y la “racaille” para manifestar sus depurados conceptos ideológicos y su mal perder. Y es que nadie es perfecto... como decía Joe E. Brown en aquel célebre y desopilante filme.
En el pasado proceso galo hay un aspecto, como ya dije, que resulta sumamente envidiable, sobre todo si nos fijamos en lo que ocurre más al sur: el elevado, casi mágico, índice de participación ciudadana
Por otra parte, si hay algo que, tanto antes de 1789 como después de esa fecha, siga en vigor en el imaginario colectivo francés es el sentimiento de “grandeur”. Y todo ello sin una base sólida que lo justifique, salvo un chovinismo muchas veces hipertrofiado. Su imperio, comparado con el español, resultó más bien de andar por casa. Napoleón apenas les duro tres lustros y acabó en el Water...loo. Ítem más: desde 1870 a esta parte, la bota prusiana ha hollado en tres ocasiones distintas su bella patria, en plan paseo militar, la última de ellas con colaboración directa con el invasor por parte del gobierno de Vichy. Aun así, su sentimiento nacionalista-centralista, el de los franceses, sigue incólume, ocupe quien ocupe el Elíseo, y su bandera e himno nacional son símbolos unos y únicos, lo cual también resulta envidiable. Toujours la France.
A Sarkozy lo imagino inteligente, sagaz, fuerte y, sobre todo tenaz y con amplia experiencia en las esferas del poder. Caso de no resultar ser así, el demérito seria mío, por excesivamente imaginativo. No obstante, sostengo que ser hijo de inmigrantes centroeuropeos, refugiados de guerra, con ascendencia húngara y griega, y llegar a la más alta magistratura de Francia no es moco de pavo, precisamente.
El presidente francés electo siente notable simpatía por España, lo cual tras el largo periodo de reticencias, velados o no tan velados desprecios, ambigüedades y arrogancia estulta, que fueron las épocas del pretencioso Giscard D'Estaing, de la enigmática esfinge de Mitterrand, o del juego de los despropósitos de Chirac, resulta un soplo de brisa fresca... o eso espero.
Sarkozy no mantiene el antiamericanismo hipocritón del gobierno anteriore, que por un lado ha venido manteniendo - de espaldas a la ONU, faltaría más - importantes contingentes militares en algunas de sus antiguas colonias africanas, en apoyo de sus cambalaches post-coloniales y en connivencia con la corrupción local; mientras condenaba abiertamente la invasión de Irak, que dio al traste con sus tejemanejes con Saddam Hussein en materia de tecnología nuclear. También parece Sarkozy mantener buenas vibraciones con la “fracasada” - Zapatero dixit - Angela Merkel.
Nicolás Sarkozy tiene en sus manos las herramientas y en su espíritu el ánimo de importantes reformas políticas y sociales para Francia, por lo que bien podría empezar a hablarse de una futura VI República. Pero eso esta aun en veremos y el camino a recorrer no le habrá de resulta fácil. Otra cosa serán las relaciones con el Gobierno español: la decisión y las ideas claras frente a una forma errática y apaciguante de hacer las cosas, que a la hora de establecer certezas, estas resultan tan aleatorias como las reglas de la física cuántica a la hora de ubicar un electrón o cualquier otra partícula subatómica. Preguntaba Voltaire ¿Qué otra cosa es la política sino la manera de mentir descaradamente?
