Por Juan Jesús Bermúdez
Uno de los principales retos que tendrán nuestras sociedades en los próximos tiempos será el de conservar sus infraestructuras frente al inevitable deterioro del paso del tiempo y el uso. Al venir de un periodo de convulso crecimiento, en el que ha dominado la nueva construcción frente a la reparación, y la prisa frente a la pausa, nos hemos dotado de una gran cantidad de dotaciones de redes de saneamiento, viarias, eléctricas, de almacenamiento, transportes, etc. cuya reparación y reposición requerirán, de forma natural, crecientes cantidades de esfuerzo.
A las dotaciones de uso común será preciso añadir el comienzo de la obsolescencia del patrimonio edificado privado. Estamos viviendo los coletazos de lo que ya se reconoce - a toro pasado, bien es verdad, por una significativa porción de los que suelen opinar - como burbuja constructiva, que duplicó en pocas décadas el conjunto de la superficie edificada que se ha puesto en pie en toda nuestra era contemporánea. Es lógico que ese esfuerzo constructor tenga su traslación en el inmediato futuro en otro también importante de mantenimiento de lo construido. Parece existir consenso sobre que alguna parte de ese patrimonio se levantó con calidades menores, fruto de las urgencias de las ventas de las diferentes fases de la promoción, lo que añadirá un plus de esfuerzos en reposición para los próximos tiempos.
Mantener las infraestructuras y la continuidad de los servicios que ofrece será un reto mayor precisamente ahora que estamos entrando en una periodo - que todos sospechamos largo - de ajustes presupuestarios familiares y globales, y en general de reducción de la expansión crediticia y del crecimiento.
Ya son perceptibles en muchos lugares las consecuencias de un descuidado mantenimiento sobre la cantidad y calidad de las prestaciones, tanto en el pavimentado de vías como en la funcionalidad de las redes diversas que atienden los servicios públicos. Cuando hay dificultades de financiación para reponer, la obsolescencia se hace presente con gran virulencia, y puede condicionar lo que consideramos como habitual, que no es otra cosa que tener disponible just in time, sin demora, el suministro de productos y bienes a cualquier hora, los siete días de la semana.
Como en toda economía familiar bien gestionada, es preciso siempre dejar un remanente de imprevistos y contingencias habituales. La cultura de la previsión y el ahorro, en ese sentido, era hija de la experiencia y los vaivenes de la existencia, que no siempre van en el sentido esperado. Frente a ese esquema, se impuso la ley de la rápida sustitución de los elementos por otros novísimos, el olvido de la reparación como arte de la conservación y el catálogo de temporada frente al zurcido.
Recuperar el hábito de la reparación será algo obligado en tiempos de decrecimiento económico. Mientras se habla sin cesar de una pronta recuperación de la senda del crecimiento, convendría prestar más atención a todo lo que tendremos que ir recuperando para que no quede en desuso o inservible, sin que exista crédito para cambiar continuamente lo que hemos añadido a nuestro creciente y complejo modelo de actividad productiva. La opción por la conservación será - ya lo es - inevitable, y requerirá sacrificar deseadas vueltas a las andadas de la multiplicación del patrimonio. En la medida en que cejemos en el empeño de reproducir los errores estructurales del pasado - si es que se llega a reconocer que han existido, claro está -, más recursos y tiempo habrá para restañar y reparar lo existente, que a buen seguro será de mayor utilidad que querer incrementar en más lo que más tarde tendremos que cuidar, probablemente con menos disponibilidad para hacerlo.
