Por Manuel Medina Ortega, diputado del Parlamento Europeo por el PSOE
En un régimen dictatorial, el derecho lo promulga el dictador y los tribunales de justicia están sometidos a la arbitrariedad del poder. La justicia acaba siendo justicia "de clase", en beneficio de los poderosos y en perjuicio de los que no tienen nada.
En un Estado democrático, todos los poderes emanan del pueblo y han de ser ejercidos en su nombre y en beneficio de la generalidad, sin preferencias derivadas del rango o de la clase social. En puridad, la balanza de la justicia democrática ha de inclinarse en caso de duda en beneficio del débil frente al poderoso.
La promulgación del Derecho en el Estado democrático corresponde al órgano de representación popular directa, es decir, al Parlamento. La aplicación del derecho corresponde al poder ejecutivo, que está sometido, a su vez, al control del Parlamento. En caso de litigios relativos a la correcta aplicación del derecho, deberán decidir los tribunales de justicia. El poder judicial, como todos los poderes del Estado, también emana del pueblo. En algunos países, como los Estados Unidos, los jueces pueden ser elegidos directamente por los ciudadanos. En Europa se prefieren formas indirectas de designación, a través de órganos independientes de administración, como el Consejo General del Poder Judicial existente en España, sometido, a su vez, a modalidades de control parlamentario.
Ni el gobierno ni el Consejo del Poder Judicial pueden interferir en la administración de justicia. Los jueces y magistrados están obligados a aplicar las leyes e interpretar el derecho según su mejor saber y sin dejarse presionar por el poder político. El gobierno, a través de la fiscalía, puede incitar a la aplicación estricta del derecho por los jueces y magistrados, pero éstos no están obligados a obedecer ni al gobierno ni a la fiscalía.
Esta línea argumental resulta tan clara que no podemos explicarnos cómo algunos cargos públicos canarios se sorprenden cuando el poder judicial investiga sus actividades. Forma parte de las responsabilidades judiciales ejercer el máximo rigor en la aplicación del derecho con respecto a los servidores públicos. A mayor poder, mayor es la necesidad de controlar su ejercicio. Las auténticas democracias son muy exigentes con respecto a los que ocupan cargos públicos. El oficio público resulta a veces difícil de soportar bajo estos controles. Pero no sería admisible en una democracia el ejercicio del poder sin los controles parlamentarios y judiciales que garantizan su correcto ejercicio.
