Plegaria por Don Alfonso Machín, vecino de Uga.
Por sus hijas, por su hijo Ramón, por sus nietos que tuvieron la suerte de tenerlo y agasajarlo, por todos los que le queríamos.
Al fondo a mano izquierda. Donde los rosales altos de color blanco roto.
En aquella puerta pintada de verde campo conejero. Junto a la ventana de visillos azulones. Allí. En aquel rincón con sombra fresca. En aquella esquina con el número cuatro. Ese era el sitio de Don Alfonso. Su casa en los últimos tiempos. Su retiro sereno entre flores.
Don Alfonso. Ilustre en nombre. Caballeroso en porte. Fácil en verbo. Trato gentil.Amabilidad y gratitud a raudales.
Don Alfonso. El vecino galante. El hombre llano, correcto, culto. El repostero que, de cuando en cuando, nos regalaba sus deliciosos dulces; mimos, mantecados, bollos de anís. El hombre
de campo que cuidaba con esmero sus tomates, sus cebollas, sus parras. El octogenario con espíritu jovial. El narrador incansable de épocas menos violentas, más respetuosas. El cariñoso viejito que escuchaba coplas y boleros cada sábado amenizando el callado silencio
del un pueblo ahora afligido.
Don Alfonso. El chófer. El conductor de guaguas de toda la vida. El trabajador incansable. El hombre bueno que adoraba a su compañera María, a la que despidió con melancolía. ¡Ojalá me vaya pronto con ella! – me dijo en una ocasión. ¡Ojalá que no sea muy tarde!
Y así quiso Dios que fuese.
Don Alfonso Machín. Descansó un día domingo, como los hombres sabios. Decidió que el séptimo día era el más propicio para claudicar ante su dolencia. Se deslizó suavemente hasta llegar al otro lado de la puerta grande, reencontrándose al fin con la mujer que le acompañó
toda su vida. Con su María. Adiós. Hasta luego. Hasta la vista. Con Dios. A más ver Don Alfonso Machín. A más ver….
Pepa González
