No dejemos nuestros deberes como humanidad. Transformarnos, indudablemente, va más allá de ese mero teatro que nos hemos reinventado, nos exige retoñar y activar ánimos entregados a la mística del auxilio. No olvidemos que mientras crece la pobreza extrema en América Latina y trabajar tampoco garantiza unas condiciones dignas de vida, los demás continentes, incluido Europa, tiene que aminorar las desigualdades entre moradores, lo que exige políticas sociales de apoyo frente a tanta precariedad e incertidumbres. Las agudas tensiones comerciales, las perspectivas de un brexit sin acuerdo, el no proteger a los más vulnerables, la falta de transparencia en los mercados cada vez más irracionales, son algunas de las muchas inhumanidades que nos impiden progresar en conjunto; de ahí, la importancia de que los países tiendan a mancomunar esfuerzos cooperantes que nos humanicen, liberándonos de ese aire mortecino corrupto que nos viene dejando sin fuerza hasta para vivir. En consecuencia, si esencial es tender hacia ese equilibrio económico mundial, no menos principal es rechazar esta lógica mundana que nos acosa. Al igual que a la violencia no se responde con el fanatismo del terror, tampoco podemos jugar con lenguajes falsos e injustos, ya que estamos llamados a caminar juntos. Dentro de esa universalidad del empuje auténtico, las buenas relaciones entre todos, sin duda son el mejor horizonte para comprendernos y florecer humanamente. Por desgracia, aún no hemos prosperado en el terreno humanitario, necesitamos más desapegos, más generosidad y menos particularismos.
Sea como fuere, no podemos seguir cultivando este estado salvaje. Jamás nos derrotemos con inútiles contiendas. Tampoco practiquemos la pereza. Somos gentes de anhelos, por ser familia unida e indivisible, y yo no puedo desentenderme del pulso de mis semejantes. Todo lo suyo nos afecta a todos. Por tanto, nos merecemos un cambio en nuestra historia de vida. Ha de nacer de la consideración por el otro, por nuestro análogo. A los hechos me remito: 2018 se ha convertido en el año con más niños muertos y heridos en guerras, con más mujeres y mayores abandonados a su suerte; con más jóvenes sin futuro alguno. Humanamente vamos en retroceso, ¿pero hacemos algo por cambiar de talante? No podemos continuar en esta pasividad. Dejemos de ser piedras. Sabemos que el negocio de la trata prospera por la indiferencia nuestra ante la explotación. Despojémonos de nuestras miserias. Pongamos alma en nuestras acciones, apreciemos toda vida. El mundo entero, con sus gobiernos ejemplarizantes, deben aumentar los servicios de ayuda para atender la ola migratoria, las numerosas personas marginadas y sin hogar que deambulan por doquier rincón, y también la ciudadanía, cada persona desde su orbe, tiene el deber de extender sus manos y abrazar de corazón, pues lo que nos da fuerza, no es tanto el alimento como el calor del afecto, nuestra presencia para superar la exclusión.
Sencillamente, el mundo está hambriento de amor. Seamos justos con nosotros mismos, no caigamos en etiquetar como parásitos de la sociedad a gentes desechadas, a lo mejor nosotros debiéramos tener algún sentimiento de culpa en ese rechazo social. Nos merecemos todos salir de ese túnel de la miseria y trazar nuevos encuentros, generando signos visibles y tangibles de simpatía, porque quien se compadece del dolor ajeno recibe fuerza y confiere vigor de humanizarse, primero queriéndose a sí mismo y luego donándose a los demás. No seamos nuestro peor enemigo. En lugar de lanzarnos piedras, acojámonos hasta reír y llorar conjuntamente. La obligación de soñar es algo humano, y tal vez sea el primer estimulo humanístico. Luego están las persuasiones educativas, encaminadas en obtener siempre lo mejor de uno mismo. Y, por último, comprender que la mayor riqueza no la da el dinero, sino esa atmósfera armónica construida por todos, crecida por una nítida voluntad perdurable de un latido hecho poesía y nunca poder.
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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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