En la nueva normalidad globalizada, el camino de cada ser, llega a su etapa decisiva; obligándonos a cada uno de nosotros a tomar partido en la acción, con el cambio de hábitos, las rutinas diarias y los sacrificios personales. Hoy más que nunca necesitamos sumergirnos en el silencio de nuestras moradas interiores para reflexionar y poder tomar aliento, ante la siembra de tantas dificultades generadas por nosotros mismos. Quizás lo primero que tengamos que propiciar sea un cambio de corazón, orientar mejor nuestra mirada, sabiendo que únicamente aquellos espíritus cooperantes son los que verdaderamente abren nuevos horizontes de luz.
Resulta significativo que la humanidad entre en comunión y avive ese deseo de amor que todos requerimos. La contemplativa de esta humilde mística será lo que efectivamente nos regenere y nos haga perseverar en una transformación verdadera, que nos haga ver en el otro una mano amiga, pues el bienestar colectivo ha de ser la postura común de todos los pobladores. Ojalá, en ese tejido de hábitos que es nuestra propia vida, aprendamos a remar mar adentro, a salir de nosotros mismos, a persistir en el camino de las ilusiones y a no abandonarnos jamás. En este sentido, me gusta lo difundido por Naciones Unidos, en referencia a los anhelos de los niños de México tras el coronavirus, “que valoremos más a las personas y cuidemos del planeta”. El propósito no puede ser mejor. Lo aplaudo. Su deseo es que una vez que esto termine, el mundo sea un mejor lugar para todos y la vida también mejore.
Sea como fuere, urge salvar el astro y esto hemos de hacerlo en conjunto. Trabajemos los sueños, seguramente entonces cambiaremos nuestra historia. De lo contrario, nuestra propia especie humana tendrá difícil la supervivencia. Al igual que la pandemia del COVID-19, el cambio climático provocará grandes pérdidas existenciales, desempleo, pobreza y una creciente desigualdad, que nos obligará a sentar, ya no solo los cimientos de la justicia social, también a implicarnos en la lucha contra la exclusión social y la creación de fuentes de empleo. Ojalá alcancemos, en esa regla de nuevos hábitos, la moral como abecedario de costumbres. Pensemos que vivimos un período de crisis mundial, lo que no exige tomar una elección distinta a lo que tenemos. Sin duda, es la oportunidad de la unión y unidad, entre semejantes, para una propuesta vivencial más solidaria y justa. La violencia trunca muchas vidas. Lo armónico, sin embargo, favorece el entusiasmo.
En cualquier caso, lo peor que puede pasarnos es no hallar ese camino de confianza en uno mismo, pues las ofertas deshumanizantes y los planes destructivos están a la orden del día. Concibamos otras visiones, sabiendo que los deseos más esperanzadores se conquistan con tesón, paciencia y empeño, renunciando a las prisas y tomando la calma como lenguaje. El ser para los demás es el gozo más sublime, pues juntos podemos afrontarlo todo. Este ánimo comunitario implica dejarse evolucionar, nutrirse de sentimientos, despertar a una manera de obrar y a un modo de ser innato al vínculo de hacerse familia, obviando crear un entorno de hostilidad e intolerancia.
Lo importante es no perder nunca las ganas de vivir y de experimentar la sensación de donarse, no encerrarse en uno mismo. La enemistad nos destruye. Florezcamos constructores siempre. De ningún modo, seamos unos convecinos que no saben hermanarse, tampoco llorar ni reír ante los acontecimientos de sus análogos, lo peor que podemos hacer es volvernos piedras y no sentir ese espíritu celeste que es el que realmente nos pone en movimiento. Hay que romper esos malos hábitos. Hemos de cultivar únicamente aquellos que nos engrandecen y satisfacen. Causa tristeza que nuestros sistemas alimentarios estén fallando y la pandemia del coronavirus agrave la situación.
Indudablemente, es necesario que todos entendamos que una economía equitativa va a depender de la manera en cómo nos cuidemos, en los principios y valores que nos injertemos, en nuestra manera de vivir y hasta de alimentarnos. Tal vez la cuestión no sea progresar, sino la de madurar y crecer internamente; la de tomarse en serio la vida, más como servicio que como poder; la de renovarse todos los días con un pulso siempre joven, al menos siempre dispuesto a colaborar con los que nadie quiere ver, ni juntarse. En suma, que si hemos de ser protagonistas de algo, seámoslo de la gran revolución del amor de amar amor, capaz de resistir las patologías del individualismo consumista y superficial que tanto nos gobierna en el momento presente. Porque es ofreciendo como se recibe; y, la mejor manera de preparar un buen porvenir, con el que todos de alguna manera soñamos, pasa por desvivirse en vivir mediante la incondicional entrega y un discernimiento generoso.