Cada vez que aparece en los medios un caso extremo donde una familia se ve desbordada hasta el límite, la reacción inmediata de la sociedad suele ser el juicio. Señalar, opinar desde la distancia y condenar moralmente a quienes cuidan es sencillo. Pero lo verdaderamente difícil es detenerse a comprender la complejidad que hay detrás: el desgaste silencioso, la soledad y la falta de apoyos que marcan la vida de miles de familias con una persona con discapacidad a su cargo.
Cuidar no es una elección ni una dedicación parcial. Para muchas familias es la única opción posible, un camino que se recorre cada día con amor, compromiso y entrega, pero también con un cansancio acumulado que rara vez encuentra alivio. La vida se organiza alrededor de esa persona dependiente, y eso significa renunciar, reorganizar, adaptarse y resistir en un sistema que no siempre facilita las cosas.
La experiencia de acompañar a familias muestra un patrón claro y doloroso: ayudas que nunca llegan a tiempo, procesos burocráticos interminables que obligan a repetir una y otra vez la misma documentación, diagnósticos comunicados sin la sensibilidad que merecen (seguramente por la falta de tiempo que se requiere) y, sobre todo, un vacío enorme en lo que respecta al apoyo psicológico. La red pública de salud apenas contempla a las familias cuidadoras, como si su bienestar emocional fuera secundario o irrelevante. Y lo cierto es que no hay cuerpo ni mente que resista años de sobrecarga sin un acompañamiento adecuado.
Un ejemplo lo muestra muy bien: una madre espera el certificado de discapacidad de su hijo para que pueda acceder a un empleo con apoyo ordinario. Pero el documento no llega, y mientras tanto lo ve sin poder incorporarse a la vida laboral, perdiendo el ánimo y sintiéndose mal consigo mismo. Ella, como madre, se siente cada día más descorazonada porque sabe que con un simple papel su hijo podría tener la oportunidad de trabajar y sentirse parte de la sociedad.
Otra familia contaba que, el día que les dieron el diagnóstico de su hija, solo recibieron un informe lleno de palabras médicas que no entendían. Nadie les explicó qué hacer después, ni a qué ayudas podían acceder.
Y esto no son casos aislados: es algo que se repite en muchas casas de Canarias y que genera un enorme sentimiento de abandono.
Es necesario entender que la desesperación nunca irrumpe de golpe. Llega poco a poco, en cada noche sin dormir, en cada cita médica en la que se habla del paciente pero nunca del cuidador, en cada puerta administrativa que se cierra dejando la sensación de estar luchando contra un muro. Cuando una familia recibe un diagnóstico, no recibe solo un informe clínico: recibe también un cúmulo de expectativas, miedos, dudas y preguntas que muchas veces se responden con frases hechas o con un “ya veremos”. Aquí aparece la frustración, la soledad y, en demasiados casos, el abandono institucional.
No se puede obviar que cuidar a una persona con discapacidad implica un grado de dependencia que condiciona por completo la vida familiar. Esa carga no debería ser asumida únicamente por la familia, y menos aún sin apoyos reales. Porque la sociedad tiene una deuda con quienes cuidan, y las instituciones una responsabilidad ineludible. Y, sin embargo, la realidad muestra otra cosa: trámites interminables, servicios escasos y ayudas que, cuando llegan, lo hacen tarde y mal.
Es urgente dejar de juzgar a quienes cuidan. No se trata de justificar lo injustificable, sino de reconocer que la soledad y la falta de apoyos pueden llevar a situaciones de sufrimiento extremo que podrían haberse evitado. Las familias no necesitan que se les culpe; necesitan acompañamiento, respiro, espacios de cuidado emocional y ayudas accesibles que lleguen a tiempo.
Quienes cuidan también necesitan ser cuidados. No se puede seguir ignorando que detrás de cada persona con discapacidad hay una familia que, en demasiadas ocasiones, está exhausta y sin recursos para sostenerse. El bienestar de las personas con discapacidad no puede desligarse del bienestar de quienes las acompañan.
Por todo ello, es momento de exigir cambios reales. No más discursos vacíos ni fotos en campañas institucionales. Lo que se necesita son políticas públicas valientes: apoyo psicológico gratuito y continuado para familias cuidadoras, sistemas de ayuda que no dependan de trámites interminables, comunicación honesta y empática desde el primer diagnóstico, servicios de respiro accesibles y suficientes.
Y aquí en Canarias, esta exigencia es aún más urgente. No podemos seguir permitiendo que la insularidad sea una excusa para que las familias esperen más tiempo, tengan menos recursos o se enfrenten a procesos más largos y complicados que en otras comunidades. Las instituciones canarias tienen la responsabilidad de garantizar apoyos ágiles, humanos y efectivos. Las familias no pueden seguir cargando en soledad con una tarea que debería ser compartida.
Porque cuidar no debería significar vivir atrapado en la desesperanza. Porque ningún cuidador debería sentirse invisible. Y porque una sociedad justa, y unas administraciones responsables, no juzgan a quienes cuidan: los sostienen.