Verano tras verano, asistimos con tristeza al avance de la desidia por parte de las autoridades competentes ante un problema que se agrava año tras año. La sensación de impunidad se ha instalado en la isla y con ella, la permisividad y la falta de control. Me explico: tanto la legislación actual como la normativa en redacción —que previsiblemente entrará en vigor a finales de 2025— establecen que la acampada y la pernocta están prohibidas, salvo en zonas expresamente habilitadas para ello, ya sea con casetas, camper o con autocaravanas.
En este sentido, me permito hacerles una pregunta muy sencilla: Al carecer de zonas habilitadas, salvo en Papagayo ¿puede considerarse el frontis de una vivienda o cualquier lugar de la costa o cualquier aparcamiento como el de la discoteca Aura en Arrecife, un espacio legalmente habilitado para acampar o estacionar durante días? Les invito, si tienen dudas, a dar un paseo por Famara. Lo que era esto y en lo que se ha convertido. Cada vez nos parecemos más a Ibiza o Mallorca.
Resido en esta isla desde hace más de una década, y cada verano constato cómo esta situación se repite y empeora. Hay quienes, aprovechando los vacíos legales o la falta de vigilancia, actúan como si todo el territorio fuera tierra de nadie. Esta actitud no solo menoscaba el derecho al descanso y a la intimidad de los residentes, sino que representa una falta de respeto hacia la ordenación del territorio y hacia la convivencia.
No pretendo con estas palabras aleccionar a nadie. Pero sí recordar que las autoridades tienen el deber —legal y moral— de hacer cumplir la normativa y de dar respuesta a las situaciones que generan malestar en la ciudadanía. He conocido personalmente a vecinos y vecinas con problemas de salud mental agravados por la constante invasión de su espacio vital. Porque acampar no debería ser sinónimo de invadir, ensuciar o perturbar, sino de convivir, disfrutar y respetar.
Lo más preocupante no es únicamente la acción irresponsable de unos pocos, sino la inacción prolongada de quienes tienen las herramientas y la responsabilidad para poner fin a estas situaciones. Hay personas que viven con las ventanas cerradas durante semanas para preservar su intimidad ante campistas instalados literalmente frente a sus casas. ¿Tenemos que resignarnos a esto? ¿Vamos hacia un modelo en el que la única opción sea blindar los hogares como si de búnkeres se tratase?
Urge una respuesta institucional clara, eficaz y sostenida en el tiempo. No pedimos privilegios, sino la aplicación de derechos básicos: descanso, intimidad, orden público y convivencia. Las instituciones —estatales, insulares y municipales— tienen la obligación de garantizar estos derechos. Para eso se las elige y se las financia.
Si no se actúa con firmeza y sensibilidad, corremos el riesgo de que el malestar ciudadano se traduzca en respuestas individuales, desorganizadas y conflictivas. Y nadie desea eso.
Por todo lo anterior, pido a las autoridades que asuman su responsabilidad y actúen ya que, pedirle sentido común a la gente es un imposible. No mañana, sino hoy. Porque cada día de inacción es un día más de hartazgo para quienes vivimos aquí.