Para numerosos y solventes políticos, sociólogos e historiadores la democracia es un ideal a conseguir, una utopía, nunca es plena, siempre mejorable. Cito a algunos de ellos: Pierre Rossanvallon, Norberto Bobbio, Raffaele Simoni, etc. Rousseau en El Contrato Social manifestó “Si existiera un pueblo de dioses se gobernaría democráticamente”. Evidentemente los seres humanos no somos perfectos como los dioses. E intuyo que tampoco los españoles.
Una democracia necesita de una ciudadanía demócrata. Es mucho más que ir a votar cada cuatro años. ¿Nuestras actuaciones cotidianas en la familia, la escuela, el trabajo y la sociedad se rigen por los valores democráticos? La respuesta es clara por dos razones. La primera, por nuestra idiosincrasia, como decía Azaña: “El enemigo de un español es siempre otro español. Al español le gusta tener la libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba”. Y la segunda, porque la democracia ha sido la excepción en nuestra historia. Por ende, no hemos mamado sus valores.
Los valores democráticos son: la verdad política absoluta no existe y por ello en la democracia caben y son posibles las verdades políticas relativas; creación de ciudadanos libres, capaces de optar, fomentando su capacidad crítica; valoración de la existencia de una sociedad pluralista, aceptando la diversidad como valor no solo asumible, sino también enriquecedor; comprensión de la democracia como valor e incluso como utopía, que va más allá de la política, que es forma de vida, que impregna el conjunto de la sociedad; personalidad democrática caracterizada por la comprensión y el diálogo, por la condena de las segregaciones, por el aprecio de la verdad y la ciencia como fuente de progreso, por la apertura mental a otras formas de pensar y vivir diferentes a las propias, por la creencia en la solución pacífica de los problemas; fomento de las virtudes públicas que han de prevalecer sobre las privadas, la responsabilidad por y ante lo público, el deseo de caminar juntos; asimilación del valor positivo del conflicto, no solo inevitable, sino positivo, ya que es motor del cambio; estimulación de la participación y de su utilidad, participación en lo público, en lo colectivo, que ha de ser visto como propio, porque es asunto de todos que a todos afecta.
Es claro que ser y actuar democráticamente es complejo. No se nace demócrata. Tampoco se hace uno demócrata de una vez y para toda la vida. Ser demócrata no es algo natural y espontáneo. Tampoco lo son las sociedades. Una sociedad democrática es el resultado de un largo esfuerzo individual y colectivo. La democracia se construye cada día y debe mantenerse siempre vigilante para asegurar su buen funcionamiento. Hay que cultivarla y mimarla, para hacerla cada vez mejor.
Hay unas reflexiones muy aleccionadoras para nuestra democracia de Virgilio Zapatero en una conferencia reciente: "Fernando de los Ríos en un mitin en Granada en febrero de 1936 dijo: En España lo único pendiente es la revolución del respeto; el respeto no sólo individual sino social porque constituye el mejor cimiento sobre el que construir la España civil.
¡Qué idea más luminosa y más actual para todos nosotros en esta España tan crispada, a veces tan feroz y que parece condenada de nuevo a una polarización enconada!”
El respeto exige interés por los demás, curiosidad por las ideas y propuestas del otro y capacidad de diálogo en el sentido más profundo de diálogo: dialogar –decía Machado- es primero preguntar y después escuchar. Para respetar una posición o comportamiento, para respetarnos no tenemos que estar de acuerdo: basta con tener curiosidad, con comprender que la posición del otro refleja un punto de vista diferente, que puede tener sus razones atendibles y que esta diferencia nos ofrece la oportunidad de aprender escuchando y así avanzando en la construcción de esa utopía que es la democracia
Está suficientemente claro, por lo menos a mí me lo parece, que, sin respeto al adversario, al que piensa diferente no puede existir una democracia auténtica. Deberíamos reflexionar todos los españoles, si somos demócratas, en un hecho lamentable. Se está popularizando en numerosas fiestas de las ciudades y pueblos interrumpir con gran jolgorio el pregón con el siguiente grito” Pedro Sánchez, hijo de puta”. Ya no entro en quién lo inventó. Allá ella. Ni tampoco que el máximo dirigente de un partido en la fiesta de Navidad regalaba cestas de fruta a los afiliados. Todo un ejemplo de respeto. Mal vamos. Porque el insulto deshumaniza al que lo recibe y después puede legitimarse cualquier otra ofensa. Sorprende que, en esos pregones, presididos por la máxima autoridad municipal, esta no haga nada. Es más, en ocasiones se regocija. Quiero acabar recordando nuestra Constitución a algunas fuerzas políticas que alardean de ser constitucionalistas. El artículo 18.1 es claro: Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. El artículo 20 de nuestra Constitución reconoce todo un conjunto de libertades, pero, su apartado 4 es muy claro: Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia. En definitiva, el “Pedro Sánchez, hijo de puta” es una injuria de libro. La injuria es un delito que consiste en la imputación de hechos o manifestación de opiniones que atentan contra la dignidad de una persona, lesionando su fama, honor o propia estimación. Las injurias pueden emitirse de forma verbal, por escrito o de manera gráfica. Y en el artículo 208, el Código Penal se define el tipo básico de injuria como la acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación.