miércoles. 24.04.2024

Antropoceno, capitaloceno, ecoimpotencia...

El libro Globalizaciones. La nueva Edad Media y el retorno de la diferencia, de Joseba Gabilondo, me ha generado una gran preocupación. Está cada vez más claro que lo que hasta hace poco ha sido la ciencia ecológica se está convirtiendo en la crónica de una impotencia. Se puede hablar de un final de la ecología en un doble sentido: el catastrófico final y más que previsible de la expansión y reproducción de la Humanidad, y el desesperanzado fin del discurso para subsanar los efectos negativos que la Humanidad inflige en el entorno ecológico.

La transformación del discurso ecológico en ecoimpotente es reciente. Diferentes manifiestos y artículos ecologistas de los últimos diez años han expandido el discurso de la impotencia: es ya tarde para parar el calentamiento global y la contaminación. El ecologista inglés Paul Kingsnorth en el 2012, en la revista Orion, escribió los primeros artículos formulando la hipótesis de que ya es demasiado tarde para detener el apocalipsis ecológico próximo. En el 2014, en un artículo de la revista The Nation con motivo del Día de la Tierra, Wen Stephenson llegó a una conclusión similar.

Zizek en el 2012 contempló cuatro tendencias apocalípticas: el crecimiento de la población, el consumo inagotable de los recursos, las emisiones de gases (calentamiento global) y la extinción de las especies.

Pero, sobre todo, un artículo de Dipesh Chakrabarty del 2008, Clima e historia: cuatro tesis, nos puede ayudar a aclarar la cuestión de la ecoimpotencia, el cual ha popularizado el término dominante en el debate sobre la ecología en los últimos años: el antropoceno. Término prestado de climatólogos, para hablar del espacio de tiempo en que la acción humana ha transformado el planeta, desde el siglo XVIII hasta hoy, y señalar que la Humanidad se ha convertido en un agente geológico. Esto es, que es capaz de cambiar la Tierra en su nivel geológico más profundo y que, por tanto, vivimos en una época geológica (no simplemente histórica) creada por los humanos: el antropoceno. Otros especialistas en temas de ecología expresan la misma idea.  Que la humanidad ha alterado brutalmente los ciclos biogeoquímicos, climáticos y del agua, ha afectado el equilibrio de los mares (por sobreexplotación pesquera y contaminación por plásticos) y de los bosques y selvas (por la deforestación) y ha puesto en peligro miles de especies de animales y plantas, es un hecho incuestionable que al geólogo Paul Crutzen, Premio Nobel 1995, le ha llevado a denominar a nuestra época también como la del antropoceno: los impactos de la especie humana sobre el planeta la convirtieron en una nueva «fuerza geológica». No obstante, el historiador Jason W. Moore en El capitalismo en la trama de la vida ha desarrollado un concepto alternativo: el de capitaloceno. Ya no es la humanidad la causante de la tremenda crisis ecológica actual, sino las relaciones que el capitalismo ha construido e impuesto entre los humanos y entre estos y la naturaleza, concebida como un recurso barato para la acumulación ilimitada.

Obviamente hoy es una utopía el pensar en la posibilidad de una actuación unificada de los Estados-nación ante el problema medioambiental. Nada más hay que mirar a lo que está ocurriendo a nivel global. Hay un documental sobre China: Under the dome (Bajo la cúpula) de la experiodista de la televisión estatal Chai Jing, en el que se señala las causas de la contaminación: la dependencia del carbón como principal fuente primaria de energía y la reticencia de las petroleras a mejorar las gasolinas, dato esencial con el crecimiento espectacular de su parque móvil. Según Riechmann en China, el nivel de contaminación atmosférica en muchas zonas es tal que procesos como la fotosíntesis y la polinización están seriamente amenazados, con sus efectos nocivos en la agricultura. Se habla ya de ecocidio. Aun siendo cierto esto, cuando se pide a China desde los países desarrollados que reduzca sus emisiones de CO2, su Gobierno no entiende el asunto como algo ecológico, sino como político, social y, en última instancia, chino: “Antes ha sido Occidente quien ha contaminado el mundo, ahora es nuestro turno; pedirnos que bajemos nuestras cuotas de emisión de gases es imperialismo occidental”. Y la respuesta de China en parte tiene razón, ya que gran porcentaje de contaminación se produce en los países desarrollados, encabezado por EEUU. Richard Heede ha revelado que alrededor del 40% de las emisiones de carbono acumuladas desde los inicios de la Revolución Industrial son responsabilidad de solo 81 corporaciones privadas y estatales. El Amazonas está siendo destrozado. Bolsonaro resta importancia a esta catástrofe: “Me solían llamar capitán Motosierra y ahora soy Nerón incendiando el Amazonas”, minimizando el desastre provocado por la “política de desarrollo”. Es consecuente, ya que fue elegido por una alianza nefasta, conocida como Frente BBB (Biblia, Bala y Buey), o sea, por una alianza entre grupos evangélicos, militares y el sector ruralista y ganadero. Y este verano nuestros bosques en España están sufriendo una auténtica avalancha irrefrenable de incendios, que tienen una clara vinculación con el cambio climático. Algo que ya entraba en lo previsible. La Comisión Brundtland en 1987 amonestó especialmente a los países desarrollados: “Estamos tomando prestado el capital ambiental de las generaciones futuras (GF) sin intención ni perspectivas de reembolso”. Y si lo hacemos así, es porque las GF no votan, no tienen poder político ni financiero, ni pueden oponerse a nuestras decisiones. Por ello, parecen muy oportunas las palabras plenas de ironía de Groucho Marx: ¿Por qué debería preocuparme yo por las generaciones futuras? ¿Acaso han hecho ellas alguna vez algo por mí?

El conflicto ecológico es universal. La solución ha de ser también universal. Mas, hoy es una utopía el pensar en la posibilidad de una actuación unificada de los Estados-nación ante el problema medioambiental, porque va en contra de la dinámica de la historia.  Soy muy pesimista. Ni siquiera ante la peor de las crisis, los estados-nación y las instituciones supraestatales van a ofrecer a la ecología una respuesta unificada universal, ya que cada uno solo tendrá en cuenta sus intereses. Al final, según se vaya agravando, la crisis ecológica quedará fuera de las posibilidades de cualquier Estado.

                No obstante, siempre hay un hilo de esperanza, que nos lo presenta con una claridad meridiana Luigi Ferrajoli en su libro Por una Constitución de la Tierra. La humanidad en la encrucijada, para el cual los Estados son demasiado grandes para las cosas pequeñas, como el resolver los problemas de las ciudades; y demasiado pequeños para las cosas grandes, como las emergencias y catástrofes globales. Por ende, la necesidad de un constitucionalismo global. Podrá parecer una utopía hoy, pero es la única alternativa de trasmitir un planeta a las generaciones futuras.

Antropoceno, capitaloceno, ecoimpotencia...
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