Por Fernando Marcet Manrique
¿Qué sucedería si un tipo como Buenafuente o alguien como aquel Javier Sardá de Crónicas Marcianas se presentara a las próximas elecciones generales? ¿Qué pasaría si de la noche a la mañana uno de estos personajes mediáticos montara un partido político independiente y se postulara como presidente de España? Seguramente más de un Zapatero y más de un Rajoy tiemble con la sola idea.
Recientemente ví una película, sumamente recomendable, que explora tal posibilidad en el ámbito estadounidense. “El hombre del año”, con Robin Williams como protagonista. Allí, como aquí, el clásico bipartidismo electoral va dando muestras de un agotamiento que no es sino el agotamiento de una forma de hacer y entender la política ya trasnochado. La política íntimamente asociada a los grupos de presión y a los tratos de favor conforme a compromisos adquiridos.
Una de las consecuencias menos comentadas, pero sin embargo evidente, del mundo publicitario inherente al libre mercado, es el creciente escepticismo de la gente hacia cualquier clase de anuncio comercial. Ya nadie se cree nada. Cuando ves un anuncio, das automáticamente por hecho que el juguete no es tan grande como sale en la imagen, que el coche no es tan fiable como te lo venden, que ese producto no limpia tan blanco como lo saca esa señora de la lavadora, que esas comisiones que te prometen seguramente aumenten en breves meses, que lo de las llamadas baratas que te van a hacer más libre es, siendo amable, ausencia manifiesta de sinceridad... Sin quererlo, las empresas han contribuido, con una eficacia digna de mejor causa, a aumentar el espíritu crítico de la sociedad en general. Los publicistas y asesores de imagen ven cada vez más complicado rebasar ese muro, y ya en lugar de abogar por conseguir una confianza esquiva, simplemente se limitan a llamar la atención. Se contentan con sobresalir entre la multitud. Recurren al humor de lo absurdo, a recrear situaciones inverosímiles, a mostrar escenas que, en definitiva, se queden en la memoria del espectador, aunque no tengan nada que ver con el producto que venden. No vale la pena explicar las bondades de lo que ofrecen, porque de todos modos nadie va a creerles.
Con los partidos políticos está pasando exactamente esto mismo. Cada vez importan menos los programas electorales o las ideologías, y cuentan más los golpes de impacto. Y claro, en este contexto, ¿quién tiene las de ganar? ¿Un político o un presentador de televisión?
El entramado estructural que sustenta nuestras democracias está quedando obsoleto por momentos. Seguimos funcionando conforme a unas reglas del juego inventadas cuando la televisión apenas era un factor a tener en cuenta, no digamos ya internet. Los partidos políticos eran otra cosa, los votantes eran otra cosa.
Con las reservas obligadas de quien pretende hablar por boca de muchos, creo sinceramente que este escepticismo generalizado debería ser reinterpretado para establecer ciertos ajustes necesarios en el sistema. Hasta ahora, lo que se viene haciendo es recurrir al impacto, al golpe mediático. A mayor escepticismo, mas fuegos artificiales. Es como si todos nos estuviéramos quedando sordos y en lugar de idear un lenguaje alternativo por signos que solucionase el problema definitivamente, nos pusiéramos a gritarnos cada vez más alto, ahondando en la herida. Una aberración condenada a la pronta caducidad.
En una sociedad en paz, sin sectarismos, las necesidades concretas requieren soluciones concretas. Y esto es así al margen del color político de quienes apliquen dichas soluciones.
Ahora que parece haber un consenso bastante generalizado entre las distintas formaciones políticas para incentivar la participación ciudadana, ya va siendo hora de demostrar que lo que entienden por una ciudadanía participativa va mucho más allá del mero reclamo publicitario. Ahora que nos empieza a dar igual unos que otros (y la prueba es la creciente abstención), es cuando hay que dejar paso a las actuaciones y olvidarnos un poco de los actores. Las buenas ideas están ahí fuera, pronunciándose en ámbitos apenas familiares, aprovechemos esa energía potencial fomentando la participación.
¿Cómo? ¿Dejar que la “gente” tome según que decisiones? ¿Dejar en manos del populacho saber, por ejemplo, si un negocio de millones de euros sigue adelante o no? En efecto, eso es de lo que hablo. Somos el “populacho” los que sufriremos los posibles perjuicios de las distintas actuaciones, y somos el “populacho” quienes nos veremos beneficiados por una competencia empresarial mayor. El “populacho” se puede equivocar en su decisión o no, pero nadie podría recriminar nada a nadie si a todos se nos diera la oportunidad de intervenir, eso es lo que cuenta. Ya va siendo hora de que los grupos de presión, esos viejos monstruos de la vieja política, sean desplazados. Contra ellos sólo hay un antídoto, la participación ciudadana.
Las herramientas ya existen. Se están desarrollando todos los días a nuestro alrededor. Un niño de doce años está en condiciones de proyectar toda una ciudad, con la simple ayuda del “google.maps”. Un concejal de urbanismo no debería ignorar esta realidad. Organicemos concursos, impliquemos a la población, hagamos esto entre todos, que todos nos sintamos partícipes. Que quien no quiera participar no pueda argüir ninguna excusa.
Porque de lo que no me cabe ninguna duda es de que esa es la política que viene, la política que poco a poco va tomando cuerpo en las naciones democráticamente maduras. Habrá que ver si por estos lares estamos a la altura, habrá que ver si quienes tienen que hacerlo saben ceder parte de sus prerrogativas para que la ciudadanía participe de verdad. La evolución es un fenómeno inherente a la especie humana, la política, y la democracia, no iban a estar libres de ella. Ya veremos si estamos lo bastante maduros para dar ese paso.
