Por Yolanda Perdomo Aparicio
Solicita Coalición Canaria que la medida hecha pública días atrás por el Gobierno de Zapatero, referente a una moratoria a los rumanos y búlgaros tras la entrada de sus respectivos países en la Unión el próximo enero, sea ampliada de dos a siete años en Canarias. Una vez más, se difuminan los límites, y el mundo parece haber girado al revés: se da permiso de trabajo de forma masiva a los extracomunitarios y se le niega a los comunitarios.
Que Gran Bretaña anuncie una medida paralela, a través de la cual reducirá los derechos de trabajo de estos ciudadanos, no sorprende a nadie, al no haber mostrado nunca un exultante pro-europeísmo, -con la única excepción quizá del paréntesis comprendido entre la segunda guerra mundial y la firma del Tratado del Atlántico Norte-, marcando su posición tradicionalmente en lo que supone una perfecta equidistancia entre el resto de Europa y los Estados Unidos de América.
Que el Gobierno de Zapatero salga con medidas que atenten contra algún principio fundamental de la Unión Europea, tampoco, dado que ya lo hizo en el caso de EON, saltándose a la torera la libre circulación de capitales dentro de la Unión.
Que los nacionalistas muestren su objeción al respecto, es congruente, pues el nacionalismo es la antítesis del europeísmo. Y en todo este universo, y pese al camino andado, se aprecia un absoluto desierto ideológico en el que ningún líder parece aferrarse a la defensa incondicional del ideal europeo. A lo lejos resuenan los ecos de Coudenhove-Kalergi, visionario precursor del Movimiento Paneuropeo allá por los años Veinte del pasado siglo, y surge una reflexión inevitable: que hoy como ayer, la Unión es nuestra única posibilidad, la única manera de recuperar una posición de liderazgo a nivel mundial, la única posibilidad de codearse a pie de igualdad frente a las otras potencias mundiales; que Canarias es, absolutamente, Europa, y que su destino no ha de ser otro que la Suiza de África; que el desarrollo del continente africano no es una cuestión que deba realizarse de forma fragmentada, sino una cuestión europea.
La noción de la ayuda al desarrollo africano no es ninguna novedad, figura recogida ya en la Declaración Schuman, de 1950, un texto que supone el primer paso concreto en la construcción europea, y se incluye en el mismo Tratado de Roma, en vigor a partir de 1958, por el que se constituye la entonces Comunidad Económica Europea. Una cooperación que se ha desarrollado a lo largo de los años en el caso del África Subsahariana a través de los sucesivos Convenios de Yaundé, Lomé y Cotonú, entre la Unión Europea y los países ACP (África, Caribe, Pacífico), y del programa MEDA y los acuerdos Euromediterráneos de asociación, en el caso del Magreb. Una colaboración cuyos términos han de ser mejorados sin cesar, pero que prueba que no es cierto que Europa haya pasado los últimos cincuenta años dándole la espalda a África, como algunos señalan ahora interesadamente, intentado apropiarse de ello como si esa idea fuera el último invento del partido socialista.
Una Europa fortalecida puede conducir a una unión política, y la unión política puede resolver de un plumazo el problema derivado de la exigencia de delimitación de las fronteras en base a las identidades locales. Un problema para todo partido nacionalista, cuya única opción es la de agarrarse a ese trasnochado discurso. La atomización de los Estados nacionales supone un paso atrás en el tiempo, una visión fascista en la que se exaltan las regiones étnicas a cambio de la destrucción de los Estados nacionales.
Dar la espalda a Europa en cualquiera de sus formas supone un atraso, y ese es un precio que nunca tendríamos que pagar.
