jueves. 28.03.2024

“De nada sirven los derechos humanos si permanentemente los violamos”

Me indignan las continuas historias de injusticia y crueldad que nos desbordan, el atropello de tantas vidas humanas que son explotadas a diario, los incesantes guiones despreciativos de la gente, la prepotencia de algunos líderes que se sirven de los más desvalidos, la de esos moradores convertidos en auténticos depredadores de las riquezas naturales, los asentamientos israelíes en territorio palestino que son una violación flagrante y que a pesar de haber sido condenados repetidamente por la comunidad internacional continúan activados, o esos países ricos como España, donde muchas gentes viven en la pobreza generalizada… A estas diversas situaciones ilícitas, cada vez más habituales y que se extienden como la pólvora, hay que injertarles en vena el más profundo rechazo, con otro espíritu más donante, sin dejar a nadie al margen de nada.

Nos hemos globalizado pero no nos hemos hermanado. No hay sentido de familia. La humanidad se ha deshumanizado y sólo coexiste en función de don dinero. Hemos de despertar y volver nuevamente a cuidar el hábitat y a protegernos de nosotros mismos. Tampoco hay tiempo que perder y la vida es un camino en el que todos hemos de contar y poder vivir. De nada sirven los derechos humanos si permanentemente los violamos. Hay que oponerse a toda forma de discriminación y dominación entre las diversas culturas. Ahora bien, quedarnos únicamente en esa sublevación sin tender la mano, sin reconocer al equivalente en su manera de cohabitar y batirse el cobre, tampoco impulsa el encuentro que es lo que verdaderamente nos insta a entendernos. Tal vez tendremos que repensar sobre lo que queremos. La comprensión siempre pone sosiego.

Indudablemente, la acción más significativa que un ser humano puede lograr es compartir ideas y experiencias para crecer como sociedad. Por tanto, resultan provocadores esos contextos corruptos, donde se cultiva la falsedad por principio y se amasa un aliento vengativo que nos destroza el alma, pues grandes son los atropellos que se suelen producir entre territorios. La mentira no entiende de relaciones humanas. Todo lo tergiversa a su antojo. Romper vínculos nos desarraiga y enmaraña. Por eso, en una sociedad profundamente dañada, hace falta restituirla con la acción de lo auténtico, de lo justo, del amor en suma. Ya está bien de potenciar alientos inciviles, de que el ser humano sea un lobo para sí mismo, de que la selva se acreciente de veneno, en lugar de convertirse en un bálsamo de concordia. Ojalá aprendamos a juzgarnos a nosotros mismos, pues lo trascendente es evitar divulgaciones arbitrarias, oratorias simplistas que nos lleven a conclusiones nefastas.

En cualquier caso, me niego a ser un mero consumidor pasivo, rechazo la visión de tragaderas a los que nos suelen someter los engranajes del poder, y pido la consideración hacia toda vida y hacia esa casa colectiva de la que todos formamos parte. Por consiguiente, no se trata de encerrarnos en nosotros mismos, sino de abrirnos a los demás, bajo el sentido corresponsable de la escucha y el diálogo verdadero. Justamente, lo que nos retrocede como especie son esas culturas amenazadas, esos pueblos en riesgo permanente, esos pobladores a los que no se les acoge ni se les acompaña. Esta frialdad de corazones, abonada por el espíritu de los hipócritas, realmente nos aleja de ese estado armónico que es lo que en realidad nos reconforta. El rechazo de un mundo que se vuelve hostil difícilmente va a poder aproximarse, porque no conoce ni se reconoce su gente en el amor hacia sí mismo.

En verdad todo se equilibra desde ese espíritu generoso de donación, entregado al deber de preservar el medio ambiente y los recursos naturales. Cuando se rehúsa este vacío que nos inunda, propiciado en parte por ese poderío que nos mueve y que no es otro que el capital, resulta que es cuando avanzamos en dignidad. Sabemos que la paz no se consigue con las armas o cuando las atrocidades cesan, es menester conciliar posiciones, compartir lágrimas, restaurar la confianza y, sobre todo, hacer justicia. En efecto, considerando que cada uno de nosotros únicamente será equitativo en la medida en que lleve a buen término su hacer responsable, apártese de los pedestales, que la virtud y el poder no fraternizan bien.

La ciudadanía, en consecuencia, necesita valorar los caminos transitados y dejarse reeducar por lo vivido, frente a tanto soborno y aislamiento. Ahí están las nuevas redes de la degradación, intentando hacernos ver, avances que no son, desarrollos abusivos y adelantos que solo llegan a esos habitantes privilegiados por el sistema. Sea como fuere, no podemos continuar fragmentados, hemos de hacernos piña, al menos para poder ampliar horizontes más allá de los conflictos, lo que nos exige solidaridad frente al rencor. No podemos continuar con este resentimiento, hace falta pasar página, resurgir hacia otros caminos menos excluyentes, más humanitarios, con gentes que defiendan la tolerancia. Deshumanizar, dividirnos y demonizar a las personas es un mal presagio. Desde luego, el repudio hacia este tipo de actitudes violentas tiene que ser contundente. Quizás tengamos que avivar, a falta de interés político, un desvelo más social, sobre todo para movilizar otros comportamientos menos supremacistas y más éticos. Al fin y al cabo, como decía el inolvidable político y pensador indio Mahatma Gandhi (1869-1948), “la humanidad es una familia unida e indivisible, y yo no puedo desligarme del alma más cruel”, entonces tendremos que pulir esa barbarie con el abrazo permanente entre análogos. No olvidemos que, en ocasiones, nosotros mismos somos nuestro peor enemigo.

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