El 14 de marzo de 2020 el Gobierno de España decretaba el Estado de Alarma en todo el territorio estatal para hacer frente a la expansión de la pandemia del coronavirus COVID-19. Ese mismo día cambió nuestras vidas con tan sólo mencionar unas palabras y el ritmo de vida, tal como lo conocíamos, se paraba en seco.
Nunca nuestra sociedad e instituciones públicas se habían visto frente a un reto tan incierto a la hora de tomar decisiones. La primera actuación, y donde todos sumamos fuerzas, fue dirigida a salvar vidas, la mayor cantidad de vidas posibles. Es por ello que todo el empeño se enfocó en la atención sanitaria; y el personal del Servicio Canario de la Salud de hospitales y centros de salud rendían al 200% a pesar del miedo, del desconocimiento y, en algunos momentos, de la escasa protección del personal. Esas primeras semanas, como enfermero de urgencias del Hospital Dr. José Molina Orosa de Lanzarote, recuerdo que en cada guardia pensaba en cuidar y ayudar a esos pacientes enfermos, salvando vidas desde un punto de vista fisiológico y orgánico, en definitiva, ayudarles a seguir respirando.
Sin embargo, otra realidad paralela transcurría a nuestro alrededor. Mientras sanitarios, policías, cajeras de supermercado, transportistas, etc. seguíamos luchando contra el virus en esos primeros momentos de pandemia cobrando mes a mes nuestras respectivas nóminas, miles de trabajadores confinados en sus domicilios recibían notificaciones sobre su estado de ERTE, desempleo, e incluso bajas de muchos autónomos que se hacían efectivas debido a la poca o nula existente de actividad económica. Nos dimos cuenta que en el COVID-19 no solamente teníamos que centrarnos en la cuestión de salvar vidas, sino también en conseguir un equilibrio para lograr salvar la economía y, con ello, el bienestar de las familias más necesitadas.
La pandemia de la COVID-19 ha generado entre el personal sanitario síntomas de estrés, ansiedad, depresión e insomnio, con mayores niveles entre las mujeres y profesionales de más edad. Variables como haber estado en contacto con el virus o el miedo en el trabajo, desencadenaron una mayor sintomatología según muchos estudios realizados. Desde mi experiencia puedo decir lo siguiente: soy enfermero de urgencias desde hace más de 15 años y he vivido numerosas situaciones traumáticas; pero hasta el momento de la pandemia, de todos estos meses que hemos vivido en tensión, nunca me había afectado tanto mi estado emocional. En la actualidad sufro de insomnio, pesadillas, sobresaltos y cuadros de depresión, muy comunes también entre mis compañeros y compañeras. Los efectos psicológicos de la pandemia se reflejan claramente entre aquellos que hemos estado lidiando contra ella.
No quiero imaginarme cómo podrán sentirse psicológica y anímicamente las familias que les ha tocado de lleno el COVID-19, sobre todo a quiénes han perdido a seres queridos de los cuáles ni han podido despedirse en condiciones normales, ni aquellos que después de tanto tiempo de incertidumbre siguen conectados a un respirador. Tampoco podemos olvidarnos del sufrimiento psicológico de las familias que la crisis socioeconómica, tan devastadora que ha originado este virus y sus restricciones, ha mermado su estado del bienestar, teniendo incluso que solicitar ayuda en bancos de alimentos para poder sobrevivir. Numerosas familias canarias se encuentran en un estado emocional y depresivo límite, muchas veces a consecuencia de la incertidumbre laboral que están padeciendo.
Las instituciones, la administración y la sociedad en general, deben ser conscientes que existe un daño emocional y psicológico el cuál puede ser tan destructivo como el daño viral producido en un organismo por el COVID-19. Además de salvar vidas debemos salvar la salud mental de nuestra gente, lo que denomino la pandemia silenciosa.
La salud mental es, en términos generales, el estado de equilibrio entre una persona y su entorno socio-cultural que garantiza su participación laboral, intelectual, las relaciones para alcanzar un bienestar y calidad de vida. Viéndolo así, nos damos cuenta que en la situación en la que vivimos es muy posible que muchas personas no consigan alcanzar una plena salud mental. La situación actual supone mayor incertidumbre, más probabilidades de padecer algún trastorno mental como depresión o ansiedad y, en las personas con ideas suicidas, un mayor riesgo de llevarlo a efecto (un 90% de las muertes por suicidio está vinculadas a una afectación mental). Las Administraciones Públicas de toda Canarias deben remar en una misma dirección para, al menos, reducir los casos. Para amortiguar este impacto los expertos califican como realmente importante que se pongan en marcha actuaciones en las poblaciones que tienen especial vulnerabilidad, como trabajadores de primera línea, familiares de seres queridos perdidos por el COVID-19, personas que han perdido su estatus laboral, etc.
Es muy importante el impulso de estrategias por parte de las instituciones públicas sanitarias que señalen buenas prácticas psicológicas, con evidencia preventiva, con fácil accesibilidad, que se puedan establecer prioridades y hacer sensibilización entre los sectores más débiles a padecer alguna de las patologías mentales más frecuentes entre la población.
Es hora de salvar vidas, pero también de salvar la salud mental de las canarias y canarios.