Más allá del titular: trabajo y dignidad laboral en Canarias
Durante años se ha repetido, casi como un estribillo, que “los inmigrantes hacen los trabajos que los canarios no quieren hacer”. La frase ha acabado instalada en el discurso público con una facilidad pasmosa, como si explicara por sí sola la complejidad del mercado laboral y las tensiones sociales asociadas a él. Pero basta rascar un poco ese titular para descubrir una verdad menos cómoda: no es que los canarios no quieran trabajar, es que no quieren hacerlo bajo condiciones laborales que rozan —o directamente cruzan— los límites de lo aceptable.
La ecuación es simple. Allí donde aparecen jornadas interminables, sueldos que no permiten vivir, contratos precarios o trato indigno, es normal que cualquier persona con una mínima seguridad económica diga “no”. Y no porque sea “delicada”, “comodona” o esté “mal acostumbrada”, sino porque existe una cosa llamada derechos laborales, conquistados durante décadas por trabajadores de todas las islas. Pretender que renuncien a ellos es pedirles que retrocedan en el tiempo.
El problema no está en la mano de obra local, sino en un sistema laboral que, en ciertos sectores, ha normalizado condiciones que solo alguien en una situación de extrema necesidad aceptaría. Y ahí entra la inmigración: muchas personas que llegan a Canarias lo hacen huyendo de la pobreza o la violencia, dispuestas a aceptar casi cualquier oferta para sobrevivir. No porque sea justo, sino porque no tienen alternativa. La desesperación se convierte en el combustible perfecto para que ciertas empresas mantengan modelos laborales que jamás serían tolerados si todos sus trabajadores tuvieran posibilidades reales de elección.
Afirmar que “los canarios no quieren esos trabajos” es un atajo discursivo que invisibiliza la raíz del problema. La pregunta correcta no es por qué los canarios no los quieren, sino por qué siguen existiendo en Canarias empleos con condiciones indignas en pleno siglo XXI. Y, en consecuencia, por qué permitimos que personas vulnerables —muchas de ellas inmigrantes— sean empujadas a asumir lo que otros rechazan, convirtiendo la necesidad ajena en una herramienta de abaratamiento laboral.
Canarias no necesita más titulares simplistas. Necesita una conversación honesta sobre dignidad, empleo y convivencia. Porque cuidar las condiciones laborales no es solo proteger a los trabajadores locales: es también proteger a quienes llegan, evitando que su vulnerabilidad sea utilizada como excusa para rebajar el estándar laboral de todos.
Si queremos una sociedad cohesiva, justa y sostenible, debemos empezar por reconocer que cualquier trabajo, venga de quien venga, merece ser realizado en condiciones que respeten la dignidad humana. Lo contrario no es economía: es regresión. Y las islas no pueden permitirse retroceder.