Ese pueblo del Oeste, el de los esclavos felices
Ese pueblo del Oeste gobernado con un sheriff que confunde el estado de derecho con sus caprichos, vuelve a colocarse en el centro del debate, no por avances en participación ciudadana ni por un modelo de desarrollo sostenible, sino por la vieja sombra del caciquismo que nunca terminó de irse. A muchos vecinos les incomoda nombrarlo, pero parece “el pueblo de los esclavos felices”.
La expresión recuerda inevitablemente a las reflexiones del filósofo surcoreano Byung-Chul Han sobre la autoexplotación y la docilidad contemporánea. La servidumbre ya no necesita látigo cuando se acepta con una sonrisa la precariedad, la falta de transparencia y las decisiones tomadas a espaldas de la ciudadanía. En este marco, ese pueblo del Oeste se convierte en metáfora de un poder local que normaliza la sumisión disfrazándose de costumbre y respeto a la autoridad.
El paradigma conecta con el recuerdo aún fresco en islas como Fuerteventura o La Gomera (a buen entendedor pocas palabras bastan), emblema de una cultura extractivista y nepotista. Durante décadas, bajo la lógica caciquil, se confundieron y se siguen confundiendo intereses públicos y privados, y se consolidó y sigue consolidándose una red de favores donde el apellido pesaba y pesa más que la ley. Ese pueblo del Oeste parece estar caminando por esa misma senda con un liderazgo que se protege en defensas cerradas y justificativos insólitos. Intentando justificar lo injustificable y donde dije digo, digo Diego.
La última polémica habla por sí sola: la defensa a ultranza del sheriff tras hospedar (supuestamente), en hoteles a maltratadores, apartándolos así del alcance de la justicia. Un gesto que, lejos de ser un error administrativo aislado, pone en evidencia la escala de valores con la que se gestionan los recursos públicos y el papel del poder local como salvaguarda de los suyos, aunque ello implique socavar la confianza ciudadana y la seguridad de las víctimas (mujeres e hijos).
El caciquismo canario nunca fue solo una caricatura del pasado; se reinventa, se adapta y se moderniza en la opacidad. Ese pueblo del Oeste ilustra esa paradoja: un lugar donde buena parte de la población asume con resignación —y hasta con cierta complicidad— lo que en cualquier otro contexto levantaría escándalos mayores. Byung-Chul Han lo llamaría autoexplotación pero aquí la fórmula parece más antigua: servidumbre voluntaria.
Pero que no se equivoque ese pueblo, el dirigente no se sostiene por su astucia sino por la complicidad silenciosa del pueblo. El cacique avanza hasta donde se le deja avanzar. Les recuerdo que el Zar Nicolás (un personaje que se creía un Dios), cuando la vio ya la tenía dentro…la revolución, digo. Y la condena, cuando llegue, no nacerá de los despachos, sino de los vecinos que decidan dejar de ser súbditos felices para convertirse en ciudadanos responsables. Porque en un pueblo comprado, cómplice y amedrentado la carga moral recae más sobre quienes consienten que sobre el propio cacique y su actitud ilegítima. Aunque les moleste, el problema son ustedes. La responsabilidad de esta saga familiar y sus chanchullos recae sobre ustedes: el pueblo.
Ese pueblo del Oeste no es solo escenario, es protagonista. Al callar, otorga; al aceptar, legitima. No basta con señalar al poder por sus abusos si, al mismo tiempo, se le alimenta con obediencia y miedo. El verdadero cambio no empieza en el despacho del alcalde, sino en la conciencia de cada vecino. Y ahí está la paradoja: el cacique puede caer de un día para otro, pero el pueblo que lo sostuvo tendrá que cargar con la memoria de haber sido su cómplice. Larga vida a la oposición en ese pueblo del Oeste. No debe ser nada fácil.