Tanta crueldad y tanta indiferencia
Quiero recurrir al discurso espectacular y pleno de dolor humano, que Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto y Premio Nobel de la Paz en 1986, pronunció en la Sala Este de la Casa Blanca el 12 de abril de 1999, como parte de la serie de conferencias del Milenio, organizada por el presidente Bill Clinton y la primera dama Hillary Rodham Clinton. El texto completo del discurso en inglés se puede encontrar en Internet. Yo he podido conocerlo en el libro de Antonio Cassese Voces contra la barbarie. Me limitaré a resumir los hechos e ideas más importantes. Es para meditar.
“Estamos en el umbral de un nuevo siglo, un nuevo milenio. ¿Cuál será el legado de este siglo desvanecido? ¿Cómo será recordado en el nuevo milenio? Seguramente será juzgado, y juzgado severamente, en términos morales y metafísicos. Estos fracasos han arrojado una sombra oscura sobre la humanidad: dos guerras mundiales, innumerables guerras civiles, la cadena sin sentido de asesinatos: Gandhi, los Kennedy, Martin Luther King, Sadat, Rabin - baños de sangre en Camboya y Nigeria, India y Pakistán, Irlanda y Rwanda, Eritrea y Etiopía, Sarajevo y Kosovo; la inhumanidad en el gulag y la tragedia de Hiroshima. Y, en un nivel diferente, por supuesto, Auschwitz y Treblinka. Tanta violencia y tanta indiferencia.
¿Qué es la indiferencia? Etimológicamente, la palabra significa "sin diferencia". Un estado extraño y antinatural en el que las líneas se desdibujan entre la luz y oscuridad, al atardecer y al amanecer, crimen y castigo, crueldad y compasión, el bien y el mal. ¿Cuáles son sus caminos y sus consecuencias ineludibles? ¿Es una filosofía? ¿Hay una filosofía de indiferencia concebible? ¿Puede ser considerada la indiferencia como virtud? ¿Es necesario a veces practicarla simplemente para mantener la cordura, vivir normalmente, disfrutar de una buena comida y una copa de vino, mientras el mundo que nos rodea experimenta agitaciones desgarradoras? Por supuesto, la indiferencia puede ser tentadora, e incluso, seductora. Es mucho más fácil apartarse de la mirada de las víctimas. Es mucho más fácil evitar tales interrupciones abruptas en nuestro trabajo, nuestros sueños, nuestras esperanzas. Es, después de todo, incómodo, problemático, estar involucrado en el dolor y desesperación de otra persona. Sin embargo, para la persona que es indiferente, su vecino o vecina no tienen ninguna importancia. Y, por lo tanto, sus vidas no tienen sentido. Su dolor oculto o incluso visible no interesa. La indiferencia reduce al otro a una abstracción lejana.
En cierto modo, ser indiferente al sufrimiento es lo que deshumaniza al ser humano. La indiferencia, después de todo, es más peligrosa que la ira y odio. La ira puede ser a veces creativa. Uno escribe un gran poema, una magnífica sinfonía, uno hace algo especial por el bien de la humanidad porque uno está enfadado por la injusticia de la que uno es testigo. Pero la indiferencia nunca es creativa. Incluso el odio a veces puede suscitar una reacción. Luchas contra él. Lo denuncias. Lo desarmas. La indiferencia no suscita respuesta. La indiferencia no es una respuesta.
La indiferencia no es un principio, es el final. Y, por lo tanto, la indiferencia siempre es amiga del enemigo, porque beneficia al agresor... nunca a su víctima, cuyo dolor se intensifica cuando se siente olvidada. El prisionero político en su celda, los niños hambrientos, los refugiados sin hogar: no responder a su dolor, ni aliviar su soledad ofreciéndoles una chispa de esperanza es exiliarlos de la memoria humana. Y al negar su humanidad traicionamos y engañamos la nuestra.
En el lugar del que vengo, la sociedad estaba compuesta de tres simples categorías: los asesinos, las víctimas y los que se quedaban mirando. Durante los más oscuros tiempos, dentro de los guetos y campos de la muerte... y me alegro que ahora estamos conmemorando ese evento, ese período, que ahora estamos en los días de la Memoria, pero entonces nos sentimos abandonados, olvidados. Y nuestro único y miserable consuelo fue que creíamos que Auschwitz y Treblinka eran secretos estrechamente guardados; que los líderes del mundo libre no sabían lo que estaba pasando detrás de esas puertas negras y esas púas de alambre; que no tenían conocimiento de la guerra contra los judíos que el ejército de Hitler y sus cómplices estaban conduciendo como parte de la guerra contra los aliados. Si lo hubieran sabido, pensábamos, seguramente esos líderes habrían removido el cielo y la tierra para intervenir. Habrían hablado con gran indignación y condenando con convicción. Habrían bombardeado los ferrocarriles que conducen a Birkenau, sólo los ferrocarriles, una sola vez. Y ahora sabemos que lo sabían, nos enteramos, descubrimos que el Pentágono lo sabía, el Departamento de Estado lo sabía. Y el ilustre ocupante de la Casa Blanca entonces, que era un gran líder... y lo digo con algo de pena y dolor. Pero entonces también había seres humanos que eran sensibles a nuestra tragedia. Aquellos no judíos, esos cristianos, que llamamos los "gentiles justos", cuyos actos desinteresados de heroísmo salvaron el honor de su fe. ¿Por qué fueron tan pocos? ¿Por qué hubo un mayor esfuerzo para salvar a los asesinos de las SS después de la guerra que salvar a sus víctimas durante la guerra?”.
Creo que esta reflexión sobre la indiferencia, que nos expone en este discurso Elie Wiesel, debería ser motivo de profunda reflexión para toda la sociedad europea actual. Ahora mismo estamos contemplando con grandes dosis de indiferencia, no hay excusas de desconocimiento, un auténtico genocidio en Gaza, ante el cual no hay una reacción contundente en nuestra sociedad europea, ni tampoco en las mismas instituciones de la Unión Europea. Retomo a algunas ideas del discurso de Wiesel para aplicarlas al momento actual. ¿Cuál será el legado de nuestra época? ¿Cómo será recordada en el futuro nuestra generación? No tengo la más mínima duda que seremos juzgados muy severamente en términos morales y metafísicos. No hemos aprendido nada de la Historia, lo que supone un incumplimiento de que la historia no solo debe hacernos más razonables (para la vez siguiente), sino sabios (para siempre), como señaló Jacob Burckhardt, en su libro El estudio de la Historia de 1870.