¿Premio Nobel de la Paz para Trump?

Como señala el periodista colombiano Reinaldo Spitaletta en su artículo El muy envilecido Nobel de la Paz, las bombas asesinas lanzadas sobre Gaza nos afectan a todos los que creemos estar muy lejos de ese auténtico cementerio. A nosotros-¿somos seres humanos?- de este lado del mundo, también nos asesinan cuando un bombazo descuartiza a un niño, o cuando mueren pos falta de asistencia sanitaria o simplemente de hambre; bueno a cientos de miles de niños gazatíes.  Y puede que algunos digan “a mí que me importa”, mas a todos estos, si les queda algo de humanidad en algún momento sentirán que sus entrañas arden y entonces se darán cuenta de aquello que un poeta inglés dijo hace años, y que no pierde vigencia: “la muerte de cualquier hombre (o de cualquier niño) me disminuye”. Ese poema del poeta inglés Jhon Donne (1572-1631), lo reproduzco a continuación.

Ningún hombre es una isla
por sí mismo.
Cada hombre es una pieza de un continente,
una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra,
toda Europa queda disminuida,
como si fuera un promontorio,
o la casa de uno de tus amigos,
o la tuya propia.
La muerte de cualquiera me afecta,
porque me encuentro unido a toda la humanidad;
por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas;
doblan por ti.

El nivel de crueldad que puede alcanzar la especie humana es inimaginable Para constatarlo recurro a Carlos Fazio, catedrático y periodista uruguayo residente en México, el cual en su artículo Gaza, genocidio abierto, nos dice que el 20 de mayo de 2025, el líder del Partido Demócrata israelí, general retirado Yair Golan, denunció en la emisora pública Kan que Israel está “matando a bebés como pasatiempo”. El 24 de mayo de 2025, la relatora especial de la ONU para Palestina, Francesca Albanese, denunció que el bombardeo israelí de la casa de la pediatra Alaa Al-Najjar, que mató a nueve de sus 10 hijos, representaba un “patrón sádico distintivo de la nueva fase del genocidio”. La doctora recibió los cuerpos de sus hijos envueltos en mortajas blancas mientras trabajaba en el hospital al-Tahrir del Complejo Médico AlNasser; ocho estaban carbonizados. 

Israel añade una nueva sensibilidad cultural en la que eliminar al enemigo se convierte en la prolongación de un juego cruel y terrorífico: según declaró a BBC Radio 4 el cirujano británico Nick Maynard, las tropas israelíes y los mercenarios de la Fundación Humanitaria de Gaza (organización paramilitar financiada por EU y el Mossad que sustituyó de facto a la agencia de la ONU para refugiados palestinos y convirtió la distribución de raciones de comida en trampa mortal), disparan deliberadamente a niños gazatíes en diferentes partes del cuerpo según el día de la semana. “Un día todas son heridas de bala abdominales, otro día en la cabeza o el cuello, y otro día en el brazo o la pierna”; un patrón de lesiones, dijo Maynard, que “es casi como un juego”. Un deporte macabro, pues. ¿Cómo es posible este nivel de crueldad por parte de un Estado, al que todavía muchos lo califican como una democracia? Pero esta deshumanización tiene un porqué.

Eva Illouz en su libro La vida emocional del populismo nos dice que Hitler comparó a los judíos con “un gusano dentro de un cuerpo putrefacto”. Esta metáfora es la que tratan de trasmitir desde determinados ámbitos políticos, religiosos, militares y culturales del Estado de Israel hacia los palestinos. Como emoción, el asco se caracteriza en particular por el hecho de que la visión de cosas asquerosas, como desechos, heces o cosas en descomposición, se acompaña de reacciones fisiológicas inmediatas e impulsa a alejarse del objeto o eliminarlo del campo de percepción sensorial. Proliferan los “emprendedores del asco”: políticos rabinos, medios y nuevas ONG, que tienen como función crear, diseñar y reforzar el asco hacia los palestinos.

Observamos el uso espurio de la emoción del asco por parte de la clase política israelí, representada por Netanyahu. Supone una auténtica deshumanización de la persona sobre la que recae. Por ende, para una parte importante de la sociedad israelí que sean masacrados los palestinos,  no les plantea ningún problema moral. Está más que justificado. No son personas.

Tras lo expuesto, como si fuera una broma macabra, Netanyahu acaba de proponer que a Donald Trump le concedan el Premio Nobel de la Paz. Ambos declaran que “la guerra es la paz”, como en una novela de George Orwell. Y, sin vergüenza alguna, se enorgullecen de que el genocidio que están cometiendo –la “limpieza étnica” practicada en Gaza– es uno de sus logros, que no solo a uno, sino a ambos, los haría merecedores del galardón, que también tiene una historia tenebrosa, como el Premio Nobel de la Paz a Kissinger. Trump no se anda con eufemismos y hace poco declaró que ha hecho una enorme contribución, la “paz mundial” (qué vaina será eso) al haber utilizado las bombas “más grandes que hemos arrojado sobre alguien” en el reciente bombardeo a Irán.

                Esta propuesta del Premio Nobel de la Paz a Trump nos remite a otros tiempos, tan fatídicos como los de hoy, y a alguien, más bien en tono de sátira, que propuso el Nobel de la Paz para Hitler. “Probablemente Hitler, si no es molestado y dejado en paz por los belicistas, pacificará a Europa y posiblemente al mundo entero”, decía la propuesta del sueco Erik Brandt. Eso fue en 1938. Acordémonos que en la Conferencia de Múnich, Inglaterra y Francia y otros países se arrodillaron ante el Führer y ya sabemos lo que pasó después.

Este mundo es de auténtica locura. “El mundo está fuera de quicio” (The time is out of joint) dice Hamlet al final del primer acto de la tragedia de Shakespeare. La frase ha sido analizada y citada innumerables veces, por su potencia y por su sorprendente perdurabilidad: echamos mano de ella cuando advertimos que a nuestro alrededor el mundo ha enloquecido y por momentos se torna irreconocible. Y si ha enloquecido el mundo, ¿lo hemos hecho también nosotros? Hamlet pronuncia estas palabras en medio del descalabro que lo rodea y lo desconcierta y su sentimiento es el de querer borrarse, abandonar su presente, dejar de ser. Al parecer este sentimiento es común a todas las generaciones: tendemos a pensar que nos tocó la época equivocada, el momento menos propicio para la felicidad, la bisagra histórica entre un pasado que huye y un futuro que nunca llega. Es cierto que hay épocas mejores que otras —el concepto es, por supuesto, más que debatible—, pero también lo es que, por la propia lógica de la historia, que muchas veces se parece a un drama shakesperiano, en ocasiones nos sentimos como Hamlet.

Por lo que estamos constatando no hemos aprendido nada. Ya nos advirtió Giovanni Papini, el cual tras la II Guerra Mundial, en 1951 publicó el libro Gog: el Libro Negro, en el que nos dice lo siguiente:

“Esta enfermedad, lo mismo que todas las enfermedades mentales, tiene un desarrollo caprichoso y cíclico: a los ataques de furor homicida de los períodos 1914-1918 y 1939-1945, suceden períodos menos violentos, pero en los que son evidentísimas y constituyen un pavoroso preludio de otros ataques furiosos, las manías de persecución, de grandezas, la manía del suicidio, de la destrucción y otras igualmente peligrosas. La humanidad tendría necesidad urgente de una cura drástica y radical, pero, ¿dónde están los psiquiatras titanes capaces de intentarla? Cuando la Tierra toda es un manicomio hasta los médicos y enfermeros se ven reducidos a ser simples espectadores impotentes o se vuelven locos igual que sus pacientes. Esta locura, colectiva e incurable, conducirá probablemente a un exterminio total o a un suicidio universal. Solamente la Divinidad podría curar y traer la salvación, pero hasta ahora Dios guarda silencio, y ese silencio de Dios es quizá la más terrible condenación de los hombres”.

Este mundo, al que la falta un tornillo, como señala un tango argentino de 1930, creo que le faltan muchos más, debe recuperar la sensatez. Es un acto de plena sensatez que la eurodiputada eslovena Matja Nemec haya propuesto de candidata al Premio Nobel de la Paz por ser “la voz principal que denuncia los horrores contra el pueblo palestino”., para La relatora especial de la Organización de Naciones Unidas (ONU) para los territorios palestinos, Francesca Albanese.