viernes. 29.03.2024

La Justicia en España

Que tras 40 años de democracia haya que escribir esto, no deja de ser lamentable. Uno de los problemas más graves de nuestra democracia es la Justicia. Vamos a la cuestión, que es más clara que el agua cristalina. Todos los poderes del Estado democrático emanan de forma directa o indirecta del pueblo, configurado como soberanía nacional, luego no pueden ser dinásticos ni autorregulados. Lo establece la Constitución en el artículo 1. 2. «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». El artículo 117. 1. «La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley». El TC ha subrayado que «el sentido democrático que en nuestra Constitución reviste el principio de origen popular del poder obliga a entender que la titularidad de los cargos y oficios públicos sólo es legítima si está referida, de manera mediata o inmediata, a un acto concreto de expresión de la voluntad popular». Toda la emanación de esa legitimidad democrática descansa en el Parlamento: que desempeña como un poder del Estado, el legislativo, pero a la vez, en tanto expresión de la soberanía, es el único órgano institucional capaz de dotar de legitimidad a los otros poderes, el ejecutivo y el judicial. Por ende, el ejecutivo y el judicial reciben de las Cortes Generales el plácet para ejercer su potestad pues no hay otra emanación democrática posible. Los poderes son independientes en su ejercicio, son autónomos unos de otros en su arbitrio para actuar, pero no lo son en origen. Solo el Parlamento, como expresión del voto popular, puede conferirles legitimidad. 

Este precepto es cuestionado por determinados jueces del CGPJ, del TS y del TC con el apoyo mediático y político, al considerar que la separación de poderes de Montesquieu habilita a que el poder judicial se convierta en un ente autónomo, colegiado, autorregulado, con capacidad de elección de sus órganos de gobierno entre sus propios miembros, al margen de la legitimidad democrática. Es decir, que uno de los poderes del Estado democrático recaiga en una casta profesional que lo administre sin contar con revisión de legitimidad. Una apuesta endogámica, precisamente en un gremio que ya per se adolece de una acusada tendencia a la sucesión dinástica –edulcorada por una retórica meritocrática y por una libre concurrencia formal– y abriendo la puerta a la perpetuación de viejos hábitos de tiempos pasados. Para corregirlos, según Pedro Vallín, la existencia del CGPJ es una creación democrática para controlar a la Justicia franquista. Como no se expurgaron las salas de justicia de los leales servidores de la dictadura-de ello hablaré más adelante-, lo que ideó el legislador constituyente fue un órgano emanado de la soberanía –o sea, de las Cortes– que controlara al poder judicial, incluso a sus más altos tribunales, disponiendo de capacidades de nombramiento y sancionadora. Es decir, el CGPJ existe precisamente para evitar que el Judicial se constituya en un poder autónomo y formado por una casta que puede desentenderse del sentir democrático expresado en las urnas. Por eso resulta una idea antidemocrática la pretensión de que el CGPJ  y el TC se emancipen de la tutela del Parlamento para autorregularse; como  también que traten de interferir en su tarea legislativa. Las Cortes son plenamente soberanas para legislar. Luego, a posteriori se podrán interponer recursos ante la ley aprobada ante el Tribunal Constitucional.  Además conviene recordar y, especialmente en los momentos actuales,  que el art. 66 de nuestra Carta Magna, norma de apertura del Título III, dedicado a las Cortes Generales, tras proclamar su carácter representativo y bicameral y definir sus principales funciones, les atribuye el carácter de “inviolables”. Una declaración donde se reconoce  que la importancia fundamental del poder legislativo y de sus funciones hacen que las Cortes Generales no pueden ser ni interferidas ni coaccionadas ni en sus propias funciones ni en los locales donde las desarrollan.

El CGPJ y el TC, de mandato extinto, incumpliendo la legislación, atrincherados a instancias del PP, han llegado a dirigirse al Parlamento con la exigencia de dar el visto bueno a los posibles proyectos de ley que afecten a su funcionamiento. Es decir, exigiendo su propia autorregulación. Organizaciones sindicales de jueces han denunciado ante las instituciones de la Unión Europea que el Parlamento español tenga la pretensión de legislar sobre ellos. ¿Cabe mayor disparate jurídico? Entre tanto, el CGPJ ha seguido con nombramientos, la mayoría vitalicios e irrevocables, muchos con claras connotaciones dinásticas y endogámicas, afianzando una concepción muy conservadora de la justicia, que se plasma en la práctica del lawfare, a determinadas fuerzas y políticas, como Unidas Podemos e independentistas catalanes y, en cambio, en una gran laxitud y permisividad con otras, como el PP o Vox.

Además, estupefactos contemplamos una auténtica conjura por un grupo de vocales conservadores del CGPJ para dilatar la renovación del TC, incumpliendo la última reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobada en el Parlamento el 27 de julio para renovar los miembros del TC que le corresponden al Consejo antes del 13 de septiembre. Finalmente el TC ha sido renovado.  No hay precedentes en esta democracia de un obstruccionismo ilegal e irresponsable como este y que sumerge al CGPJ en un desprestigio corrosivo e inédito, y muy difícil de reparar. Es inasumible civil, moral y políticamente que quienes tienen sus funciones la aplicación de la ley la ignoren cuando les afecta. ¡Qué ejemplaridad! El daño institucional a nuestra democracia es incuestionable. Como prueba las palabras de Fernández Díaz: «Esto la Fiscalía te lo afina». O Ignacio González a Eduardo Zaplana: «Vamos a ver, Eduardo. Tenemos el Gobierno, el Ministerio de Justicia, no sé qué tal…Y escucha, tenemos un juez provisional… Tú lo asciendes… Yo le digo, a ver, venga usted p'acá. ¿Cuál es la plaza que le toca? Onteniente, a tomar por el culo a Onteniente, y aquí que venga el titular, que ya me apañaré con el titular, coño…» El juez provisional era Eloy Velasco. No iba mal encaminado González, porque volvió el juez Manuel García Castellón. Conversaciones semejantes podemos conocerlas en el libro de Jesús Cintora No quieren que lo sepas.

Mas, todo tiene un porqué. Según Ángel García Fontanet, que fue magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña: “El Poder Judicial, para muchos, no ha sido objeto de una auténtica democratización. Es lamentable que demasiados jueces “progresistas” se han dedicado más a cultivar sus propias carreras que a la tan necesaria reforma democrática de la justicia. Aunque no es una tarea fácil, como ha sucedido en otras instituciones públicas y privadas. El Poder Judicial, a veces, parece empeñado en dar las razones a los autores de tales reproches. Los ejemplos abundan, como su posición reticente a la ley de la Memoria Democrática”. Todavía hoy, si vas a la Web del Tribunal Supremo (TS), cuando habla de su propia historia, salta de 1931 a 1978, como si no hubiera existido durante la guerra y la dictadura. Pero la realidad histórica no se puede ocultar. Cuanto mayor ha sido la implicación de la justicia ordinaria en una represión dictatorial –como en España– mayor resistencia existe a la hora de impulsar políticas de Justicia Transicional. Nunca se ha denunciado públicamente su colaboración con la represión franquista, ni el trasvase de muchos de sus miembros más conservadores –incluso de los jueces y fiscales del Tribunal del Orden Público– al TS o la Audiencia Nacional.

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