Azaña: ¿Qué se han hecho los españoles para odiarse tanto?

Para Santos Julia, gran experto en Azaña, junto con Juan Marichal y José María Ridao, Azaña fue un extraordinario parlamentario. Según Salvador de Madariaga: «Azaña ha sido el orador parlamentario más insigne que ha conocido España». Hacía mucho tiempo que no se hablaba un lenguaje político así en España, escribe Araquistáin, y así debieron de sentirlo también los cientos de miles reunidos en Madrid, a mitad de octubre de 1935, para oírlo en el campo de Comillas, un erial acondicionado a toda prisa, gracias al pago de sus entradas por los asistentes; la masa humana más crecida que se ha reunido jamás en un acto político sin que el convocante recurriera a métodos paramilitares, observó Henry Buckley. «Parecían abrirse las puertas de un dique –escribió el embajador de Estados Unidos, Claude Bowers– el día antes del mitin, cuando miles de personas entraron en Madrid con el ímpetu y el estruendo de un Niágara».

Para amigos o adversarios: nadie, en la tradición de la oratoria política española, había hablado como él. De todas las cuestiones que abordó –reforma militar, Estatuto de Autonomía de Cataluña, régimen político, relaciones entre la Iglesia y el Estado– no escribió ni una palabra, pero dijo todas las posibles. Dicho de otra forma: su palabra se dirige a procurar efectos políticos, no a la exposición intemporal de un pensamiento.

Un adversario político, Miguel Maura, destacó sus características: afirmaciones incisivas, dialéctica demoledora y fascinante, capacidad para convencer, subyugar y arrastrar a las masas; y uno de sus primeros estudiosos, Frank Sedwick, llamó hace años la atención sobre su lógica irrefutable, su rico y exacto vocabulario, la originalidad y profundidad de su pensamiento, la hondura de su perspectiva histórica, la perfección sintáctica de sus largas y perfectamente equilibradas frases.

En todos los grandes discursos hay una primera incursión por el pasado que siempre es como la materia viva de la que se deriva una propuesta política con tal de que sea capaz de captar la auténtica sustancia de esa tradición. Pretende renovar la tradición liberal española. Mirar atrás para proponer un arriesgado salto adelante: la modernización de España.

«¿De modo que se tenía usted eso guardado?», le soltó entre incrédulo y admirado Alejandro Lerroux cuando con un discurso solucionó el embrollo en que todos se habían metido al discutir el lugar de la Iglesia en el Estado. Por ello, Azaña, pudo decir: «Con un solo discurso me han hecho presidente del gobierno». Fue el 13 de diciembre de 1931 sobre Política religiosa. Al rematar su primer gran discurso, todos están convencidos de que acaba de resolver el problema religioso: la libertad de conciencia, había dicho, se escribe en una ley y se pasa a otro asunto.

El conjunto de calidades que encierra cada discurso, el indudable efecto que de inmediato producía en su auditorio, las consecuencias políticas que provocaba, contribuyeron a privilegiar en su ánimo esta manera de intervención política hasta el punto de identificarla con la política misma: en política palabra y acción son la misma cosa, gustaba de decir, recordando sin duda que un discurso resuelve la cuestión religiosa, otro encauza la aprobación del Estatuto, otro más tranquiliza los ánimos y hace que cada mochuelo vuelva a su olivo. Son, por tanto, discursos políticamente eficaces.

Destacan los pronunciados en las Cortes: de Política Religiosa; Política Militar; El Estatuto de Cataluña; y el 18 de julio de 1938, en el Ayuntamiento de Barcelona, el titulado Paz, Piedad y Perdón. Sobre este último quiero referirme. Se ha denominado de las tres «P» (Paz, Piedad y Perdón). Su intención básica era pedir el retorno a la concordia nacional. Desprende grandes dosis de amargura, muestra un alma desgarrada, al comprobar cómo los españoles durante dos años se están matando. No pretende excluir a nadie y lo manifiesta con una belleza literaria y una emoción impresionantes. Pondré algunos fragmentos. Son para leerlos despacio y reflexionarlos. «Es una guerra contra la nación española entera. Porque por mucho que se maten los españoles unos contra otros, todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de resignarse –si éste es el vocablo– a seguir viviendo juntos, si ha de continuar viviendo la nación». «Que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo».

Y el impresionante colofón: «Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón».

Un año antes ya en La Velada de Benicarló había escrito: «¿Qué se han hecho los españoles unos a otros para odiarse tanto?». Lluch (personaje que representa a Juan Negrín) señala: "¡Utilidad de la matanza! Parecen ustedes secuaces del Dios hebraico que, para su gloria espachurra a los hombres como el pisador espachurra las uvas, y la sangre le salpica los muslos. Vista la prisa que se dan a matar, busco el punto que podrá cesar la matanza, lograda la utilidad o la gloria que se espera de ella. No la encuentro”.

 Para la dictadura franquista la Segunda República fue la causante, por el caos imperante, del desencadenamiento de la Guerra de España. Por ello, había que arrancar de cuajo de la Historia de España, cual si fuera una mala hierba, la figura de Azaña, su figura más representativa. De ahí, la saña implacable (odio brutal) con la que tras la derrota de la República, fue borrado cualquier rastro de su último presidente, llegando a sustituir el nombre de un pueblo toledano, Azaña de la Sagra, que nada tenía que ver con el suyo, por el de Numancia de la Sagra, que reflejaba y trasparentaba la mitología de los vencedores de la Guerra de España. El comandante Velasco decidió, el 19 de octubre de 1936, que el nombre le recordaba al presidente de la Segunda República, Manuel Azaña, y que por tanto debía ser cambiado por el del regimiento. Es un auténtico esperpento. Y hoy, sigue el nombre de Numancia de la SagraIzquierda Unida ha exigido recuperar el nombre de Villa de Azaña, en cumplimiento de la Ley de Memoria Democrática. Sin conseguirlo.

                    La reminiscencia de la ideología franquista no ha desaparecido. Ahora mismo la expresidenta y exministra de Educación Esperanza Aguirre ha publicado un libro, Una liberal en política (Deusto), y en la ronda de entrevistas para su promoción ha llegado a defender que la dictadura franquista “fue mejor” que la II República. En conversación con El País, Aguirre ha  criticado duramente a la Segunda República y, cuando le preguntan si la dictadura fue mejor, ella responde: “No creo que fuera mejor en los primeros años, pero a la larga sí fue mejor”.  Y hoy mismo,  mientras escribo estas líneas, en la misma capital de España unos líderes que se declaran patriotas en una manifestación siembran odio a raudales hacia otros españoles. El Gobierno llevó  a Barcelona una propuesta de fondos de 7.000 millones de euros por vivienda. El gran problema de nuestra sociedad. Pero nada. No quieren nada. Sólo obligar a que se hable castellano. No existen acuerdos. Ni voluntad. Ni formas. Hay unos varones regionales exaltados, acusaciones cruzadas, crispación de salón y una derecha dispuesta a saltarlo todo por los aíres, un esperpento que ahora mismo, insisto cuando escribo estas líneas, se representa en Madrid con una consigna demoledora —mafia o democracia— que para conseguir el poder no le importa la quiebra institucional. España no se rompe por Cataluña. Se rompe por Madrid . No aprendemos de nuestra historia.