Rojo
Por Miguel Ángel de León
Los pepones nos traen a don José María Aznar López a esta pobre islita rica sin gobierno conocido. Aznar, para muchos, es sinónimo de guerra (al menos de la que no quiso/pudo evitar, allá cuando ejercía de títere o tonto útil de Bush, el hijo de... Bush padre). Y guerra, para algunos periodistas, es sinónimo de trabajo. Es el caso -un suponer- de Alfonso Rojo, que ha ejercido como corresponsal para varios medios de comunicación españoles en distintas y distantes zonas de conflicto bélico, como dicen los eufemistas. Es uno de los más veteranos, aunque ahora esté cuasi retirado y ejerce como columnista (muy guerrero, por cierto) en las páginas de Internacional del diario ABC.
Algunos y algunas lo conocen más por su matrimonio con Ana Rosa Quintana (ya felizmente superado para él; nadie es perfecto) que por su trabajo periodístico. Estamos en España, señora, y el cotorreo manda sobre cualquier otra capacitación y se impone el ridículo vitae al currículo, como es triste fama.
A mediados del pasado mes de abril, Rojo hablaba en su columna del germen del mal. Sí, sí, lo han adivinado: hablaba del nacionalismo (el de Aznar o el de Cubillo, tanto monta, monta tanto). Él recordaba que con los grandes principios ocurre como con las bellas palabras: no matan, pero pueden conducir a la muerte. Un suponer: el manoseado y para muchos sacrosanto (no se me ría nadie, por favor) “derecho de autodeterminación”. Recuerda el autor que, en contra de lo que parecen creer muchos que han escuchado el ruido pero no terminan de saber dónde están exactamente las campanas, “no deberíamos olvidar que el derecho de autodeterminarse no aparece en la Declaración Universal de los derechos Humanos. La razón es muy simple: los derechos humanos son individuales, no colectivos”.
El párrafo con el que el periodista viajero y viajado cierra su artículo no tiene, para mi gusto y para mi juicio de antinacionalista convicto y confeso (y a mucha honra, caballera), desperdicio alguno: “No sé si han reparado en la desconfianza que suelen manifestar hacia las alegrías nacionalistas los periodistas de mi generación, que cubrieron de cerca y en vivo el desmembramiento de la antigua Yugoslavia. No me refiero sólo a Arturo Pérez Reverte, Hermann Terscht [recientemente expulsado de El País, por cierto, por no ser políticamente correcto ni aplaudir el encame de Zapatero con el necionalismo tribal y separatista de moda] o Serbeto. Casi sin excepción, los reporteros españoles que fuimos testigos del matadero en que se convirtieron los Balcanes, cuando los croatas reclamaron su derecho a separarse de Serbia, los serbios que habitaban en las krajinas croatas exigieron el suyo a independizarse de Croacia, y los musulmanes, los serbobosnios y los serbocroatas demandaron sus trozos de Bosnia, sabemos dónde está el germen del mal. Aplicando la nefasta lógica de los nacionalistas, tan sagrado y letal es el derecho de los alaveses a secesionarse del País Vasco, como el de los vascos a autodeterminarse de España. La debacle está servida”.
La voz de la experiencia es la voz de la ciencia, el espejo o el retrato de lo empírico. Mientras tanto, también por aquí abajo nos seguimos tomando el nacionalismo como un juego, ajenos al hecho cierto de que debajo del sombrero de plástico del pistolero y dentro de la muñeca de trapo hay una bomba. Feliz inocencia la del chinijo que ignora el peligro de sus juguetes.
A Mario Vargas Llosa se le notan las tablas del oficio de escritor cuando ofrece su particular visión sobre el peligroso fenómeno político: “El nacionalismo es la cultura de los incultos, una entelequia ideológica construida de manera tan obtusa y primaria como el racismo, que hace de la pertenencia a una abstracción colectiva -la nación- el valor supremo y la credencial privilegiada de un individuo”. El burro con las anteojeras puestas, mirando sólo el surco marcado sobre la tierra. (de-leon@ya.com).