Reflexiona... y huye

Por Miguel Ángel de León

Lo malo que tiene la finalización de la campaña electoral propiamente dicha es que te quedas con síndrome de abstinencia. Sabes que te estás -o te están- metiendo basura en el cuerpo y en la cabeza, y que ese detritus publicitario o ideológico es tan peligroso como adictivo. Tanto es así que hasta te quedas con el “mono” de palabrerío hueco, “enganchado” definitivamente a esa droga dura y destructiva que son los sabios y profundos razonamientos que los lumbreras de la política (gente honrada y seria, como es fama) nos regalan en las mil y una provechosas entrevistas que conceden o en los debates a los que se prestan (cuando se prestan). Es de esperar que esa montaña de palabras hueras no se las acabe llevando el viento o la más leve brisa, y que las filosóficas frases de los candidatos pasen a la posteridad, aun a pesar de que no más termine el circo ninguno (ni los que hablan ni los que escuchan) se acordará de lo dicho.

Ahora llega, justo antes del “día de autos” u orgasmo electoral (“la fiesta de la democracia”, como dicen los más originales), la denominada jornada de reflexión. Es un acuerdo tácito interpartidista sin sentido alguno. Mero convencionalismo. Puro formalismo. En países con muchísima más tradición democrática que España no existe ese pomposamente denominado Día de Reflexión, que suele coincidir aquí con el sábado víspera del domingo electoral. Como ya se ha demostrado la manifiesta inutilidad del invento, es probable que esa hueca denominación deje de existir... casi coincidiendo, pizco más o menos, con el día y hora que se apruebe lo de las listas electorales abiertas, que sigue en veremos y nadie ha sabido explicarnos aún qué problema hay para jugar a la democracia a tiempo completo, que no parcial.

Uno tenía por sana costumbre, en los Días de Reflexión de anteriores citas electorales, dejar esta misma columna en blanco, para que nadie me pudiera tachar de intentar arrimar el ascua a ninguna concreta sardina o bandería (ni siquiera la abstencionista). Pero, en vista de que otros lectores veían en ese gesto una simple excusa para ahorrarme el trabajo de escribir (y no digamos ya la empresa que me paga por hacerlo), llevo ya varias citas electorales sin repetir la maniobra, que tampoco escenificaré este último sábado de mes, 27-M, que aprovecharé para hablar del sexo de los ángeles sin tener por ello remordimientos de conciencia.

Algunos electores potenciales (principalmente los que tienen familiares metidos en política o políticos a los que les deben algún favor o enchufe) son de la idea de que no debemos defraudar a esa gente que, en pleno celo electoral y aunque no nos conocen de nada, se permiten el lujo y la confianza de cartearse alegremente con todo hijo de vecina y se toman la modestia (la molestia, quise decir) de pedirte no más que el voto, que es una nadería si se compara con todo lo que ellos te dan a lo largo y ancho del tortuoso mandato cabildicio o municipal.

Con respecto a los candidatos propiamente dichos, con lo que deben tener cuidado, para mi gusto (lo comentábamos esta misma semana en la radio), es con esa costumbre de aconsejarle a la ciudadanía que se piense y medite bien su voto. Tengo para mí la convicción de que el que siga el consejo y se ponga a pensar en serio y en profundidad sobre lo que le ofrecen y sobre la trayectoria de los vendedores de crecepelo electoral, no sólo no acudirá a votar sino que saldrá a escape de esta pobre islita rica sin gobierno conocido.

En llegando el sábado, esa jornada en blanco, sin más pitos ni flautas publicitarias (aparte la propaganda subliminal, que siempre hay alguna), el que quiera hacer honor al nombrete de la fecha y se lo tome como verdadero Día de la Reflexión, si ésta es auténticamente profunda, intuyo que acabará sumándose inevitablemente a la abstención. Una huida de las urnas muy consciente y reflexiva, no cómoda ni irreflexiva, pero abstención al fin y al cabo. (de-leon@ya.com).