Cuando sólo te reconozca tu perro

Algunos perros son más inteligentes que su dueño. Por ejemplo, el mío. Lo cual no tiene mucho mérito, claro. De hecho, mi perro tampoco es el más listo de la calle... aunque en la calle fue precisamente donde lo encontré y de donde lo saqué. El animalito no va sobrado de luces, puestos a contar verdades, pero al menos no ejerce ni cobra como concejal de Cultura.

De niño, me encariñé con los perros mucho más que con las personas, como de aquí a Ye. Y todavía ando buscando el libro que contenía aquel cuento infantil sobre el perro fiel al que acababa matando su propio dueño al malinterpretar un bienintencionado aviso del animal como un acceso de rabia o un ataque de locura canina. Ni en el internet doy con el librito que perdí allá cuando chinijo, a lo peor porque busco mal, y tampoco el sabelotodo señor Google ha oído/leído nada sobre él. Seguiré buscando.

Hay mil y una historias edificantes protagonizadas por perros. Arturo Pérez-Reverte contaba recientemente una nueva versión sobre la perra que es abandonada en una gasolinera y allí espera para siempre el regreso de sus amos, mirando en el interior de todos los coches durante años y años, y negándose a subir en ninguno de ellos con nadie que no fueran los mismos dueños que la dejaron allí tirada como trasto inservible. Pero tampoco hay que salir fuera de esta pobre islita rica sin gobierno conocido para encontrarnos con casos de perros abandonados, cuando no directamente sacrificados y tirados a los contenedores de basura o en los vertederos incontrolados. Así pagamos algunos la fidelidad que no nos merecemos, como es triste fama.

En el Canto XVII de La Odisea (no dejen de leerla aprovechando este verano y este agosto, háganse ese favor a ustedes mismos y quemen la tele o déjenla olvidada en alguna otra gasolinera), cuenta Homero que el único ser que verdaderamente aguardó el regreso de Ulises a Ítaca, el único que lo reconoció cuando después de veinte años de peripecias entraba en su palacio vestido de mendigo, fue su perro llamado Argos. Después de verlo, de saber que estaba a su lado, movió el rabo con alegría, dejó caer las orejas y se dejó morir tranquilamente.

A diferencia de los humanos, los perros acompañan con la misma devoción, la misma fidelidad y la misma alegría al rico que al pobre, al rey que al mendigo.

Como allá cuando chinijo, ahora con algunos años más (tampoco muchos) comprendo y comparto cada día un poco más la célebre frase del filósofo alemán Athur Schopenhauer, que era de la idea de que el que no ha tenido nunca un perro no sabe lo que es querer ni ser querido: "Cuanto más conozco a los hombres, más amo a mi perro”. Se dijo. (de-leon@ya.com).