11-S

Por Miguel Ángel de León

Ante el quinto aniversario de la catástrofe del 11 de septiembre en Nueva York, los medios de comunicación de todo el planeta y parte del extranjero nos han vuelto a dar la brasa, la vara y la tabarra con el recuerdo de la negra efeméride. Como parece que es inevitable la remembranza de la fecha de ayer, yo tampoco me la ahorro (no me digan que lo hago con un día de retraso, pues el domingo lo hicieron todos los periódicos con un día de adelanto y a nadie le extrañó). Aunque quiso la mala suerte (o buena, según se mire) que en su día no me pudiera gozar (por decirlo en canario, pues aquí también nos “gozamos los entierros”) la tragedia que provocó el cambio de la historia y la histeria en vivo y en directo, como dicen los hijos catódicos o catatónicos del insoportable Jesús Hermida, es lo cierto que se me escapó casi por los pelos... aunque a lo mejor el que escapé loco fui yo del atentado terrorista más televisado de la historia.

Once meses antes del 11-S de 2001 estuve por primera vez en la Gran Manzana, y este pasado fin de semana me llegaba desde allá la copia del vídeo (perdí el original tiempo ha) que habíamos grabado a cuatro manos en los lugares más típicos de Nueva York (cuando vas a un sitio por primera vez siempre haces de turista y caes en todos los tópicos), entre ellos los alrededores, interior y parte alta de las Torres Gemelas de marras. Revisar ahora aquel material da cierto vértigo, pues ya no queda nada -ni las cenizas- de lo que está grabado en la cinta. De repente, el escenario más majestuoso de la zona sur de Manhattan desaparece para siempre, como por ensalmo. Te cuesta dar crédito a esa realidad, como cuando te cuentan que ha fallecido alguien con quien has estado hablando hace apenas unas horas... y te haces una idea todavía más aproximada de la tragedia y de lo que verdaderamente ha supuesto, sobre todo para los habitantes de la isla/roca.

Me veo en aquel vídeo, con algunos kilos más que ahora, justo al pie de las Torres, y me sigue pareciendo imposible que ni un avión, ni dos -como fue el caso-, fueran o fuesen capaces de tirar aquella durísima estructura que yo me cansé de tocar con los dedos para adivinar de qué concreto material aparentemente irrompible estaba fabricada. Guardo alguna fotografía en donde aparece la silueta de un avión sobrevolando las dos moles que dicen que ya no existen, aunque la aeronave vuela allí a mucha mayor altura que las que hemos visto después hasta el agotamiento en las imágenes que estos días han vuelto a repetir mil y una vez en las televisiones.

El 11 de septiembre de 2001, en esa precisa fecha que dicen los sesudos que la historia se detuvo para dar paso a una nueva era, yo tenía que estar de nuevo en Nueva York. Pero la agencia de viajes de Arrecife me convenció en mala hora para que aplazara el vuelo a la segunda quincena de septiembre, con lo cual tuve que tragarme aquí en la isla la otra traquina mediático/mediocre en torno a la romería (o "ron-mería") de Los Dolores, que tampoco es tragedia chica ni manca y que está otra vez al caer. Al final, con el escándalo catastrofista y trágico que montaron en toda la prensa mundial sobre la supuesta desaparición de las Torres me fue imposible regresar por segundo año consecutivo, como era mi firme propósito y mi verdadero deseo, a la teórica capital del mundo.

De no haber sido por la agencia de viajes conejera, hubiera o hubiese podido comprobar en primera persona y en el lugar de los hechos, al ladito de la no menos mítica Bolsa neoyorkina, que la cacareada destrucción de las Torres Gemelas fue un invento político e informativo para justificar nuevas guerras (como la de Irak, que todavía dura y dura) y aumentar la otra guerra de las audiencias televisivas.

Nunca más volveré a hacer caso de lo que me sugieran en ninguna agencia de viajes. Más nunca, por decirlo también en canario.

(de-leon@ya.com).