La Palma, tan cerca
Por Andrés Chaves
1.- El jueves, día 4 de febrero de 2010, a las seis y veinte de la tarde, surgió del mar la isla de La Palma, entre un horizonte naranja y gris; el cielo se había teñido de azul marino y las dos petas de la Isla Bonita aparecieron a lo lejos; miraban fijamente a la costa de Guayonge, allí donde el viento agita levemente las cebollas que echa fuera la tierra, haciendo llorar al mar. No me dio tiempo de fotografiar el momento natural, pero pienso que la Naturaleza se comporta en estos días de una manera extraña. Al mismo son que nos envía riadas y sismos nos obsequia con acuarelas inmensas, plenas de contraluces y de colores no descubiertos jamás por la mirada. Otra vez, como la anterior ya descrita, reducían los automovilistas la marcha de sus vehículos para poder meter en la retina los matices mesturados. El sobrenatural naranja dio paso, al cabo, a la oscuridad, en apenas unos minutos, cortando de raíz toda la magia de aquel instante irreal.
2.- No sé el porqué de esa actual e irreconocible alternancia entre la violencia natural y la paz de los cielos. La Palma se podía tocar, pero al mismo tiempo su cuerpo escarpado e inmenso desprendía cierto halo de desconfianza. No me pregunten por qué. La visión, durante unos minutos, de aquel atardecer me puso la carne de gallina. Pensé en eso cuando el terremoto del día siguiente. Antes de que el Teneguía surgiera del suelo palmero, que yo lo vi, estuvo avisando una temporada. Ya sé que tenemos que acostumbrarnos a vivir sobre un volcán. O debajo de él. Pero los movimientos naturales pendulares (del naranja maravilloso a la niebla cerrada y tenebrosa) me dan miedo.
3.- Este invierno ha sido pródigo en regalos; sobre todo del cielo. Un fotógrafo de paisaje habrá hecho su agosto apostado en cualquier atalaya de ese Norte, plasmando en su cámara digital la belleza alternativa del horizonte. La Isla Bonita surgiendo de un más allá naranja; qué belleza. Se podían tocar las cicatrices de La Palma, incluso quizá las de Cumbres Viejas, el volcán tan temido y tan injustamente tratado por los novelistas del miedo. Yo también detuve mi marcha para presenciar el espectáculo anaranjado, gris, azul, qué se yo, porque esos colores trascienden a los del arco iris. Los palmeros seguían preocupados por el tiempo, ajenos a la sinfonía que su isla estaba interpretando para deleite de quienes no vivimos en ella.
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