La única solución para acabar con la corrupción
En este país últimamente no se habla de otra cosa que de corrupción. Y no es para menos. Todos conocemos a alguien a quien de repente parecen haberle ido maravillosamente bien las cosas, alguien que se pasea por ahí con un Rolex de oro y un coche de lujo y que curiosamente está vinculado directa o indirectamente con la política. ¿Te suena?
El pasado lunes salí tarde de la redacción del periódico, a una hora en la que las calles de Arrecife están desiertas. Casualmente me tropecé con dos amigos, dos jóvenes aspirantes a político a los que sin embargo las respectivas cúpulas de sus partidos no les dejan asomar la cabeza: uno es del Partido Socialista Canario (PSC) y el otro del Partido Popular (PP). En una apretada charla por las prisas del momento y porque uno vive esclavo del reloj hablamos un poco de política. Me comentaron cosas de sus partidos que no voy a repetir por respeto al compromiso de la amistad, que va más allá del periodístico, hablamos de los gritos que salían en ese momento de la sede del PSC de la calle Canalejas en donde se celebraba una reunión de su Comisión Ejecutiva Insular, y hablamos, como no, de corrupción. Ambos coincidieron en subrayar lo triste que resulta hoy en día arrimarse a la política, lo patético que es ver a la gente que sin ideología de ningún tipo entran en los partidos en busca de prebendas. “Algunos se conforman ya con un puesto de trabajo”, comentó mi amigo del PP. “¿Y eso te parece conformarse? El chollo del siglo es que te enchufen en cualquier administración pública”, le replicó el socialista con más razón que un santo.
Nos despedimos con un apretón de manos, la típica palmada cariñosa en la espalda que nos propinamos los tíos que nos caemos bien y con el compromiso de retomar la conversación otro día en el que yo tuviera algo menos de prisa y un poco de tiempo. Al llegar a casa me puse a pensar en todo lo que me habían dicho. Reflexioné sobre el muro que se ha puesto en todas las formaciones políticas -aquí no hago distinción alguna- para que la gente joven, preparada y con ideales acceda a los puestos de responsabilidad. Pero reflexioné especialmente sobre el tema de la corrupción. Me imaginé por un instante fugaz siendo concejal de Urbanismo de un ayuntamiento. No, no era el de Marbella. Vi cómo entraba en mi despacho el típico constructor gordo, descamisado, con más cadenas que el Fary alrededor de un cuello de búfalo y con un puro apretado entre unos dedos rechonchos que sujetaban a la vez con fuerza un misterioso maletín. Ahí me detuve, en el momento en el que el tipo abría el maletín y se veían cientos de billetes de 500 euros, de esos que no sirven nada más que para meterlos debajo de un colchón porque no te los cambian en ninguna parte. ¿Habría aceptado el soborno, habría querido resolver mi vida y la de los míos de una forma tan sencilla? Pues no, claro que no. Habría sido tan fuerte y tan pesado el cargo de conciencia que jamás habría compensado los lujos de los que me habría podido rodear con un dinero manchado de vergüenza. Lo tengo bastante claro. Qué lástima que no lo tengan tan claro otros, los que creen que la honra es un restaurante mejicano.
Me entristece mucho comprobar que la mayoría está tirando la toalla con el tema de la corrupción, que se dé por hecho que no tiene solución. Claro que la tiene. Yo propongo una solución muy sencilla: que todas las personas que accedan a un cargo público hagan una declaración de patrimonio nada más tomar posesión, que digan si tienen coche, el modelo, si tienen casa, si tienen hipoteca, si tienen dinero en el banco y cuánto... En definitiva, que cada persona que entre en la política representativa se retrate y retrate su situación financiera. Al terminar los cuatro años de mandato el organismo elegido para la fiscalización política sólo tendría que comprobar que esa persona sigue manteniendo el mismo coche, la misma hipoteca y el mismo dinero en el banco. Como mucho, que se permita que haya cambiado de mujer si es un hombre, o de marido o pareja de hecho si es una mujer, porque ahí creo que no nos podemos meter, y algo habrá que dejar hacer a la erótica del poder. Por encima de eso, nada, a chirona.
Me parece una solución aparentemente boba e ingenua pero ciertamente efectiva. ¿O es que alguien me va a decir que -loterías aparte- no es sencillo rastrear el sueldo real de los políticos, hacerles que en cuatro años justifiquen hasta el último céntimo gastado o invertido? Por mucho que ganen, porque los hay que se llevan más de un millón de pesetas -perdón, 6.000 euros- al mes más las pagas extra, sería imposible que engañaran al órgano fiscalizador político, ese órgano que propongo que se cree desde ya para que pueda actuar en las próximas elecciones. Eso, o regresamos a la era en la que se le cortaba la mano a todo el que robaba. Tal vez es un sistema muy drástico, pero acojonar, acojona.