La soberbia terminó con el buen político. Aznar en Lanzarote
Me he llevado no pocas broncas del personal por defender que José María Aznar López ha sido el mejor y el peor presidente de la reciente historia de este país que se llama España. Sobre todo viene la bronca cuando defiendo que ha sido el mejor, porque la gente se queda con lo último que hizo y no recuerda sus primeros años de brillante gestión. Este sábado lo tenemos en Lanzarote, después de volver a ser protagonista en todos los periódicos, boletines informativos y telediarios por su penúltima ocurrencia, la de hacer apología de la conducción bajo los dañinos efectos del alcohol. Es lo que le faltaba para que sus ya muchos enemigos y detractores puedan asentar más si cabe sus postulados en contra de una persona que debió pasar con letras de oro a los anales de la política de finales del siglo XX y principios del XXI y que ya sólo será recordado por tonterías como esta, por su imperdonable y absurdo error en la guerra de Irak, por ser amigo del impresentable de George W. Bush y por hacer que habla inglés cuando su mente no da para más que el castellano de Valladolid y el catalán en la intimidad.
José María Aznar López llegó a lo más alto del Partido Popular (creo que entonces se llamaba Alianza Popular) casi de chiripa. Su historia es muy parecida a la de José Luis Rodríguez Zapatero. Un personaje que pasaba casi desapercibido, tímido, de aspecto solemne, pulcro y bastante aburrido, que sin embargo supo aprovechar el momento, supo estar en el sitio adecuado en el instante adecuado. Después de los consecutivos experimentos con Vestringe, Hernández Mancha y compañía, era el momento de probar algo distinto. Dicen que Manuel Fraga no lo tenía demasiado claro. Allí se colocó, con su inamovible bigote, su extraña risa y sus ganas de llegar a lo más alto, de terminar con el Gobierno de Felipe González. Sobrevivió a un terrible atentado que no terminó con su vida por el blindaje que llevaba su coche. Su entereza fue digna de encomio. Su imagen pública creció y creció. Estaba en su mejor momento.
Ayudado por la aparición en escena del diario El Mundo y por la concatenación de todo tipo de escándalos (Filesa, Malesa, los GAL, Roldán, Rubio...) Aznar ganó las elecciones. Era el final del felipismo y el comienzo del aznarismo. Fue la época en la que se convirtió en el mejor presidente de la historia. Le costó gobernar aguantando las constantes exigencias de sus socios nacionalistas. Pero supo hacerlo, supo llevarlo más o menos bien. Luego vinieron las siguientes elecciones, su primera y última mayoría absoluta. Los dos primeros años fueron brillantes. Consiguió situar el país, con lagunas como la en algunos casos sospechosa privatización de empresas como Telefónica, en lo más alto, muy cerca de las grandes potencias económicas, lo que era impensable unos años antes. Consiguió que tuviéramos un país moderno, respetado en el exterior, con una economía en constante crecimiento, consiguió reducir la tremenda deuda de la Seguridad Social, obtuvo un superávit; eliminó el servicio militar obligatorio, combatió con firmeza el terrorismo, mejoró notablemente las principales infraestructuras del país... Llegó incluso a ser un brillante parlamentario, capaz de fajarse en un sinfín de debates de los que habitualmente salía bien parado.
Recuerdo perfectamente uno que mantuvo a altas horas de la noche con el portavoz del Partido Nacionalista Vasco (PNV) en el Congreso, Iñaki Anasagasti. Recuerdo como dejó con la boca abierta al brillante hombre de la ensaimada en la cabeza cuando le explicó las razones por las que su abuelo, el abuelo de Aznar, contribuyó a fundar el partido al que parece imposible sacar del Gobierno de Euskadi. Todo eso lo hizo José María Aznar López hasta que la soberbia estranguló y mató al buen político.
La erótica del poder, a la que hasta el momento no se ha resistido ningún ser humano, convirtió al hombre del traje gris en un déspota dictador, un endiosado que se permitía el lujo de bromear incluso con su sucesión, dando a entender a todo el mundo que él y sólo él tenía el nombre de su sustituto, no en la cabeza, en su tristemente famoso cuaderno azul. Obvió así, sin sonrojarse, la posibilidad de que sus compañeros de partido participasen libremente en lo que tendría que haber sido un ejercicio democrático y en lo que terminó siendo una dedocracia. Eligió a Mariano Rajoy. Llegó el trío de las Azores, el bodorrio del Escorial, sus paseos en yate con Berlusconi, la participación en la guerra de Irak, el atentado del 11-M y la desastrosa gestión de la situación... Fue entonces cuando se convirtió en el peor presidente de la historia de este país.
Esta es la visión que tengo de José María Aznar López. Es mi visión, lógicamente. Otros lo ven de otro modo. Algunos mejor, y muchos, creo que en estos momentos más, mucho peor. Este sábado visita Lanzarote para participar en la campaña junto a su clon canario, José Manuel Soria (ya saben los que le han visto que es como Aznar después de pasar por una clínica de estiramiento de huesos), el aspirante a ocupar el sillón de la presidencia del Gobierno regional. Hay muchas cosas que unen a ambos políticos además del bigote. Ambos han demostrado que son buenos gestores. La principal diferencia es que Aznar, en su época lúcida y sensata, supo comprometerse a no estar más de dos legislaturas. Adivinó lo que le iba a pasar. Soria y otros políticos como Soria no son capaces siquiera de asumir semejante compromiso. Por algo será.