Lo que queda de mi maleta
Hasta que no te pasan las cosas no aprendes el valor real de las quejas de los demás. Es lo que me pasó este lunes.
Viajaba en la expedición de periodistas invitados a Madrid por Coalición Canaria (CC) para cubrir varios actos con marcado carácter preelectoral, de los que hablaré en otro artículo. Como soy de los masocas que disfruta con la política, como además me suelen gustar estos saraos, viajaba bastante contento. Todo cambió al llegar a Madrid. Después de un rocambolesco tránsito entre Lanzarote y Gran Canaria, después de más de dos horas de vuelo en un enorme cacharro de Iberia en el que los de la clase turista íbamos como sardinas en lata y a los de la clase preferente sólo les faltaba que alguien les masajeara los pies, nos soltaron como a borregos en medio de la T-4, la nueva terminal que desgraciadamente se ha hecho famosa por el tremendo atentado de ETA que voló uno de sus edificios de aparcamientos. Había oído comentarios sobre este lugar. Es como lo de la paternidad o lo de Santo Tomás. Tienes que verlo para creerlo.
Nos hicieron bajar del avión allí donde Cristo perdió el mechero. Después de una caminata que firmaría el campeón de la última media maratón de Arrecife, siguiendo la estela de los que van delante y se supone que conocen el camino, llegamos a un lugar en el que la gente se subía al metro. “¿Pero hay que subirse al metro para recoger las maletas?”, pregunté a un resacado operario de Aena que pululaba por allí. “Sí, sí, súbase que le llevan hasta su maleta”, me contestó con desgana.
Me subí, con cierta desconfianza. Después de un rato -se me hizo eterno- el metro llegó a una estación. La confiada manada de viajeros descendió siguiendo al líder, a esa persona que siempre se coloca el primero y que marca el destino de los demás. Normalmente su decisión le salva de los problemas, como se salva siempre el jefe de los ñus del ataque de los cocodrilos africanos cuando decide ser el primero en cruzar el río. Tuvimos que subir varias escaleras mecánicas para llegar al destino final. No lo podía creer. Es lo más insólito que he visto en mi vida en aeropuertos, y ya he recorrido unos cuantos. Más de media hora sólo para llegar al lugar en el que en teoría te tienen que dar tu maleta. Y digo bien, en teoría, porque dos desgraciados -esto es como lo de la lotería, siempre le toca a alguien- nos quedamos sin ella.
Después de esperar a que saliera hasta el último bulto del último de los vuelos me resigné a la triste realidad. Mi maleta se había perdido. Era la primera vez que me pasaba. Presenté una reclamación en el mostrador de Iberia y una amable señorita hizo un parte para avisarme en el momento en el que apareciera. Nadie podía compensar eso sí el hecho de que no tenía nada que ponerme al día siguiente, no tenía cepillo de dientes y había perdido los juguetes que llevaba para mis sobrinos.
Por la noche, después de la dura jornada de trabajo, otra amable señorita (o señora) me llamó para avisarme de que mi maleta había aparecido. “¡Qué bien!”, pensé ingenuo. De bien nada, había aparecido “en un estado lamentable”, según me confesó sincera después de asegurar que la maleta se les había caído del camión que las transporta con la mala fortuna de que el otro camión que venía por detrás la pasó por encima. Como uno no se puede hacer una idea de qué puede ser “un estado lamentable”, preferí pensar que estaba exagerando. Cogió mis datos y me envió la maleta a mi casa, en Costa Teguise.
Al regresar a Lanzarote el martes por la tarde, después de otro tortuoso vuelo (esta vez con Air Europa), descubrí a lo que se refería la señorita (o señora). A mi maleta no le había pasado por encima un camión, le habían pasado por encima al menos catorce o quince camiones de la dichosa T-4, una apisonadora y tres o cuatro motocicletas. Parecía como si la hubieran machacado con una taladradora y luego se la hubieran dado para jugar a una manada de leones hambrientos. Para que nadie piense que exagero, he ilustrado el artículo con la fotografía de lo que queda de mi maleta.
Lo primero que se me ocurrió fue ir a reclamar al aeropuerto, siguiendo además las instrucciones que acompañaban la nota que me habían dejado los señores de Iberia. Lo peor estaba por llegar. Después de jugar conmigo como si de un partido de tenis se tratara (yo era la pelota), después de hablar con más de diez personas, la conclusión fue que nadie en el aeropuerto de Guacimeta sabía exactamente qué era lo que tenía que hacer para presentar una reclamación con el fin de que se me indemnice por los evidentes destrozos y daños sufridos. En la compañía que ofrece el servicio en tierra a Iberia, creo que se llama Cléver, me confesaron que en estos momentos en el aeropuerto reina el caos. Todo como consecuencia de la marcha de Iberia, la subrogación de las empresas y el cambio de departamentos del personal. “¿Y qué culpa tengo yo de eso?”, me pregunté ya un poco mosqueado.
Lo único que pudieron hacer por mí fue ofrecerme un libro de reclamaciones, que no sirve para nada porque yo no quiero presentar ninguna queja sino que quiero que me indemnicen, y unas disculpas que acepté gustoso porque sé que ninguno de los trabajadores del aeropuerto con los que hablé tenía la culpa del infortunio.
A pesar de todo, a pesar de que me he tomado el tema con relativa calma, he vivido en primera persona los muchos problemas que tenemos los pasajeros cuando se nos plantean problemas en los viajes. No estamos protegidos, y nuestros derechos son pisoteados de forma lamentable.
No sé cómo acabará la historia, lo que sé es que pinta muy mal. No sólo no me han dado una solución en el aeropuerto de Guacimeta, sino que los teléfonos de atención al cliente de Iberia no funcionan. Te tienen minutos enganchado para que luego nadie salga a decirte nada. Me parece una auténtica vergüenza, siendo como es un problema que supongo que se planteará cada día en todos los aeropuertos del mundo. Ya contaré a los pacientes lectores de esta columna cómo termina la historia, por si a alguien le pasa una cosa similar y puede echar mano de mi experiencia para encontrar una solución rápida a lo que es un verdadero problema, una putada, vamos.