El final de la creatividad
Contemplo con cierta preocupación el camino hacia el que se dirige la preparación humanística de las nuevas generaciones. Al margen de farragosas reformas educativas en las que me niego a entrar para no aburrir a los pocos que como tú se molestan en leer esta columna de fin de semana, existe en estos momentos un progresivo abandono de todo aquello que tiene que ver con las modalidades artísticas que con tanto tino ha cultivado el hombre desde que el mundo es mundo. No se denominó al Renacimiento como tal porque sí; fue precisamente porque un grupo de iluminados trató de recuperar algo que se estaba perdiendo, el amor por lo que los artistas clásicos nos habían enseñado, convirtiéndose el hombre nuevamente en el centro del Universo. Entonces fue necesaria la aportación de los mecenas, esos acaudalados ciudadanos que fueron capaces de entregar parte de sus fortunas al sostenimiento de la vida de genios como Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci o Rafael, nada que ver por cierto este último con el cantante español ni los tres juntos con las Tortugas Ninjas. Sin ellos habría sido imposible no sólo la producción de las obras que hoy consideramos patrimonio de la humanidad sino su conservación, permitiendo que los muchos misterios que rodearon la vida de alguno de estos personajes se traslade hasta nuestros días con notable interés para los globalizados habitantes del mundo. Sólo hay que ver el tremendo éxito de ventas en el que se ha convertido un libro como El código Da Vinci, del ahora multimillonario escritor norteamericano Dan Brown. Total, una historia que se conoce de siempre pero que se ha sabido impregnar de la dosis de misterio suficiente para hacerla mucho más atractiva. Los hay con suerte.
En el siglo XXI nos encontramos con un tremendo problema. Ya no existen los mecenas. No hay personas dispuestas a gastarse fortunas en la apuesta decidida por jóvenes artistas con talento. La gente prefiere invertir en suelo y en pisos, que es más rentable. Salvo los cuatro o cinco chiflados por el arte, a los que levantan todas las obras las grandes multinacionales japonesas o los nuevos jeques del petróleo ruso, nadie ofrece dinero para que un pintor, un escritor o un músico desarrollen eso que tan poca gente lleva dentro, la sensibilidad artística remozada de talento.
Esta circunstancia me vino a la mente cuando preparaba otro artículo tras la amable visita que me hizo el buen amigo Domingo Curbelo, una persona a la que debo como a tantas otras sentirme parte de esta maravillosa tierra que hace ya unos cuantos años me acogió. En una de las breves charlas que nos permiten las múltiples ocupaciones de ambos, Domingo, echando mano de su prodigiosa memoria, me habló de insignes escritores que ha dado Lanzarote y cuyo conocimiento por la mayoría de los ciudadanos, no digamos nada por los más jóvenes, es prácticamente nulo. Yo le comenté lo triste que resulta que las instituciones públicas, que deberían ser las que ejercieran el mecenazgo que ya no cultiva la gente acaudalada, no sólo no difundan como es debido este tipo de cultura sino que no se impliquen en absoluto en proteger e incentivar a la gente con talento. “Qué decir de los colegios, los institutos y las universidades, allí prácticamente están desapareciendo las humanidades. ¿Qué ocurre con la poesía, qué futuro le depara si no es la lenta pero segura desaparición?”, pregunté recordando que no hace mucho tiempo a mí también me gustaba un género al que cada día acudo menos. No puedo echarle siempre la culpa de todo a la televisión, aunque en parte la tiene. Sin embargo, ahora me resulta imposible, casi ridículo, pensar que algún niño puede recitar a Garcilaso, aprenderse siquiera un poema envenenado de Quevedo. Las personas mayores que tienen la suerte de mantener la mente joven, que por suerte son muchas, son el único testimonio vivo que nos queda de lo que fue el amor por las letras más difíciles, las de los poetas. ¿Qué ocurrirá dentro de veinte años? La destrucción, el fin de la poesía. Es una pena. Por eso comienzo a releer con gusto la Oda a Lanzarote de Pedro Perdomo Acedo que tan amablemente me trajo Domingo. Antes de que a mí también me dé por dejar de leer poesía. Siento sin embargo que mi mente ya no es la de antes. Apenas recuerdo los versos que me obligaban a aprender en el colegio y que jamás supe recitar como merecían.