Alatriste y el baloncesto

Este domingo viví un día de luces y sombras, de alegrías y decepciones. Dos acontecimientos reflejan para mí perfectamente esta dualidad, este contraste entre lo bueno y lo malo, lo frío y lo caliente. Lo caliente, desde luego, tiene que ser el alegrón que me llevé y que me consta que se llevó mucha gente con la increíble victoria de la Selección Española en el Mundial de Baloncesto de Japón. Pocas veces en mi vida -creo que la última fue cuando Zidane marcó el gol imposible en la final de Glasgow frente al Bayer Leverkusen (el portero todavía está buscando el balón)- he sentido tanta alegría viendo una retransmisión deportiva. Ni siquiera me fijé en si Iturriaga decía o no decía tonterías. En cuanto España se distanció de Grecia supe que el partido era nuestro. Bueno, lo supe cuando Grecia eliminó a Estados Unidos y España ganó milagrosamente a la correosa Argentina. Lo supe cuando se lesionó Pau Gasol. Este es un equipo de raza, un equipo ganador, un equipo de “jugones”, un equipo.

En estos días se habla con machacona insistencia de lo diferente que somos los españoles en el baloncesto y en el fútbol. Todo el mundo se devana los sesos para averiguar qué es lo que le falta a nuestros futbolistas para cosechar un éxito tan importante como éste. Muchos se olvidan de que no es el único, porque también somos campeones del mundo de balonmano, de fútbol sala, de hockey hierba, de hockey sobre patines... Los españoles sabemos competir y jugar en equipo. El problema del fútbol es otro. A la pincelada de mala suerte que evidentemente hemos tenido en muchos partidos trascendentales, se le suma un factor muy importante: nuestros futbolistas piensan que son mejores de lo que en realidad son. Nuestros jugadores de baloncesto están seguros de que son buenos porque lo son. Con otra mentalidad, similar a la que emplearon los griegos en el sorprendente Europeo de Portugal que se llevaron prácticamente sin meter un gol, otro gallo nos cantaría.

Pero no quiero hablar de fútbol. Me molesta incluso que se solape la impresionante hazaña deportiva que han hecho los jugadores de baloncesto abriendo un debate absurdo de comparación con el fútbol. ¿Es posible que algún día alcancemos un triunfo igual? Pues sí, es posible, en el momento en el que cambien algunas cosas.

Y si de luces y de sombras va este artículo, si de alegrías y decepciones va la cosa, qué decir de lo que le sucedió a Pepu Hernández, nuestro magnífico seleccionador. La vida a veces es perra y chunga. A algunas personas les da la gloria, a otras se la arrebata, y a otras, como es el caso, se la da y se la quita en el mismo instante. Qué entereza la de este hombre, al que se le había muerto su padre unas horas antes de la importante final sin que nadie lo supiera. No sólo supo estar a la altura de las circunstancias en el banquillo, sino que supo llevar su dolor en silencio para no desestabilizar a una plantilla que estaba totalmente concentrada en superar el contratiempo de la lesión de su mejor jugador. ¿Puede haber algo más cruel que esto, puede haber una injusticia más grande que la que ha cometido la vida con el seleccionador español? No me extraña que tras el partido no quisiera atender al pobre Willy, el particular reportero que se salió del Tomate para hacer un trabajo más “serio” en La Sexta. Desde aquí, mi enhorabuena a él y a todo su equipo, porque a los amantes del baloncesto y a los que se han asomado a él sólo por unas horas nos han hecho sentirnos grandes y poderosos, los mejores del mundo.

Lo frío, lo que me dejó helado, fue Alatriste. Tenía muchísimas ganas de ver la película. Había leído el libro de Arturo Pérez-Reverte y estaba convencido de que con Vigo Mortensen al frente y con el formidable elenco de actores que se había elegido para esta (por fin) superproducción española el éxito estaba garantizado. Después de más de dos horas de película me di cuenta de que apenas había recibido sensaciones. Uno califica las películas en función de las sensaciones que le transmiten. Y a mí el Alatriste de Agustín Díaz Yanes me dejó indiferente, lo que es bastante poco para la expectación que había generado. La ambientación en la singular y decadente España del siglo XVII, cuando empezamos a dejar de ser el imperio en el que nunca se ponía el sol, me parece insuperable; la interpretación de los actores me parece sublime, especialmente la de Juan Echanove como Quevedo -qué poco partido se le saca al personaje-, la de Javier Cámara como el Conde Duque de Olivares o la de Eduard Fernández como Copons. Sin embargo, hay muchas otras cosas que no me convencen. Lo primero, la voz de Vigo Mortensen, al que entiendo que tendrían que haber doblado como se dobla a Antonio Banderas en las películas americanas para que no se percibiera tan claramente el esfuerzo que tenía que hacer para que no se le notara el acento argentino. Lo segundo, lo absurdo que resulta la elección de la magnífica actriz Blanca Portillo en el papel del inquisidor Bocanegra, una frivolidad de los responsables del reparto consentida por el director que queda ridícula y que parece sobre todo una tomadura de pelo hacia los espectadores españoles que ven en todo momento a una mujer haciendo de hombre. Lo tercero, la ausencia total de un guión atractivo, un guión que enganche, que emocione. La adaptación de la novela es buena, y supongo que Pérez-Reverte estará satisfecho, pero la película merecía algo más, bastante más. Lo cuarto, y me detengo aquí, la falta de ritmo de la cinta, que tiene pasajes en los que estoy seguro de que muchos espectadores se quedarán dormidos, lo que dice muy poco de un trabajo tan impresionante como el que estoy seguro de que se ha hecho. No es una mala película, ni mucho menos, pero está muy por debajo de lo que cualquiera se imaginaba que podía ser. Eso sí, abre un camino para las superproducciones españolas. Que no sea la última.