Sin novedad en el frente

Por Cándido Marquesán Millán

Que los españoles no podemos servir de ejemplo, salvo en alguna rarísima y reciente excepción, de lo que es una práctica de consenso en el ámbito político, parece claro y manifiesto. No hace falta más que mirar nuestra reciente historia.

En el siglo XIX no fuimos capaces de elaborar una Constitución consensuada, en la que basar nuestra vida política. Tuvimos todo un rosario de textos constitucionales. El Estatuto de Bayona de 1808, la Constitución de 1812- una de las fechas europeas de la Historia de España-, el Estatuto Real de 1834, la Constitución de 1837 (progresista), la de 1845 (moderada), la de de 1856 (progresista, aunque no promulgada), la de 1869 (la más democrática del siglo), el Proyecto de Constitución Federal de 1873, la de 1876 (conservadora). No supimos o no quisimos unirnos en torno a una Constitución, tal como hicieron los norteamericanos con la suya de 1787, todavía vigente, a la que se incorporaron las lógicas enmiendas con posterioridad. Mientras que en los Estados Unidos “su” Constitución sirvió para unir a sus ciudadanos, aquí sirvió como factor de desunión. Circunstancia que expertos constitucionalistas, como el profesor Manuel Ramírez, les ha llevado a hablar de nuestra historia de bandazos. Aquellos españoles que llegaban al poder imponían su texto constitucional, sin contar para nada con sus adversarios. Por ende, éstos permanecían en un retraimiento hostil, esperando alcanzar el poder para imponer el suyo. Tejiendo y destejiendo el mismo sudario, como Penélope. Por ende, la sociedad española decimonónica anduvo como alma en pena buscando un asentamiento firme. No lo encontró. No supo construirlo. La expresión política de esta sinrazón podemos verla en los golpes de Estado, pronunciamientos, dictaduras, guerras civiles, destronamientos, y restauraciones.

Entrando en el siglo XX tuvimos la Constitución republicana de 1931 avanzada, progresista, y profundamente democrática, aunque tampoco se tuvo en cuanta en su elaboración a un amplio sector de la sociedad española. Su final se produjo como consecuencia de un golpe militar encabezado, por aquellos que habían jurado defenderla. Como resulto fallido sobrevino esta cruenta guerra, cuyas huellas todavía permanecen, en la que los españoles nos matamos entre nosotros mismos. Y como nos parecía escasa esta carnicería, para incrementarla, pedimos que nos invadieran ejércitos extranjeros.

Tras la dictadura de Franco, “La larga noche de piedra” según el poeta gallego Celso Emilio Ferreiro, en la Transición Democrática alcanzamos la Constitución de 1978, producto del consenso de las diferentes fuerzas políticas, aunque tuvieron que sacrificarse mucho más las izquierdas. Mas todo ese esfuerzo valía la pena, con el propósito de emprender de una vez una convivencia de paz, concordia y de democracia. Salvo honrosas excepciones el actual texto constitucional no es cuestionado. Por primera vez en nuestra historia parecíamos los españoles prestos a practicar una política de consenso. Mas esta práctica tan deseable comenzó a interrumpirse en los inicios del siglo XXI, tras la llegada al poder de Rodríguez Zapatero en el 2004, sobre todo por la actuación del PP, no en lo que hace referencia a la Constitución, pero sí sobre determinadas políticas de Estado en las que debería prevalecer el consenso: autonómica, terrorista, Memoria Histórica, ampliación de derechos civiles, inmigratoria, crisis económica, educativa, etc. Tampoco está libre de culpa el Gobierno de Zapatero, aunque en un grado mucho menor. Se ha dicho por expertos columnistas que sobre estas cuestiones anteriormente mencionadas no se debería haber legislado por parte del gobierno de Zapatero sin contar con el apoyo de un partido, que tiene detrás a más de 10 millones de votos. Puede que sea válido tal análisis. Aunque también puede que lo sea, el considerar que ante el bloqueo institucional de los populares a Rodríguez Zapatero no le quedaba otra opción que tomar decisiones, que en eso consiste el gobernar. Por todo lo mencionado volvemos a las andadas. No hay manera. De verdad que he reflexionado sobre el tema, y me siento confuso. No sé si la explicación puede radicar en nuestros genes. Somos incapaces de pactar. Pactar es un ejercicio de generosidad inmenso, porque supone hacer cesiones y renuncias. Un pacto no es patrimonio exclusivo de uno, porque es fruto de todos cuantos participan en él. Pactar es saber ponerte en el lugar del otro. Es estar predispuesto a aceptar que el que está al otro lado de la mesa pueda tener parte de razón. Como también el renunciar de un parte de nuestra verdad. Pactar, como acaba de decir Fernando Onega en relación al hipotético y cada vez más lejano Pacto por la Educación, no es imponer unas condiciones previas e irrenunciables, ante ellas ¿qué puede esperar el Gobierno? Solo esto: que, si acepta esas condiciones, el paso siguiente será ver a Rajoy cantando victoria con una de sus célebres anotaciones: «Le hemos impuesto al Gobierno el sentido común». Así es muy difícil negociar.

Me agradaría profundamente que de una puñetera vez dejaran de ser ciertas aquellas proféticas palabras que Azaña hizo decir a Morales en la Velada de Benicarló: "Ustedes decían que el enemigo de un español es otro español. Cierto. ¿Por qué? Porque normalmente es de otro español de quien recibimos la insoportable pesadumbre de tolerarlo, de transigir, de respetar sus pensamientos. España, en general no se ocupa del extranjero. El español medio, y no digamos el que está por bajo, cree saber que hay pueblos risibles, pueblos temibles. Descansa en la seguridad de no alternar nunca con ellos. En el fondo se encoge de hombros. El blanco de su impaciencia, de su cólera y enemistad es otro español. Otro español quien le hace tascar el freno, contra quien busca el desquite. ¿El desquite de qué ofensa? La ofensa de pensar contrariamente. El español es extremoso en sus juicios. Está enseñado a discurrir partiendo de premisas inconciliables.