Yaiza en technicolor
Por Yolanda Perdomo
La rotonda del ancla que está en el centro de Playa Blanca, junto a la calle peatonal, últimamente reverbera de un modo curioso, especialmente en los días de sol. Es un reflejo inusual, que hace saltar la alarma de quien lo aprecia de pasada en el coche. Y al observarlo, la sorpresa; es por el césped artificial con el que han decorado la glorieta. Imagina uno el picón escondido bajo esa curiosa moqueta, como si se tratara de la suciedad que hay que esconder a la prisa ante la presencia de una inoportuna visita.
Alfombra, ciertamente más fácil de mantener que la cubierta de ceniza volcanica que hay que rastrillar y liberar de las malas hierbas, y las plantas y las flores que hay que regar y cuidar con esmero para que no resulte un parterre abandonado en un núcleo que pretende ser puntero en lo turístico. Césped ¿sostenible?
Ante la sorpresa, la mente que divaga. Imagina uno al jardinero sustituido por una almodovariana señora que viste de colores chillones y que canta un bolero, mientras repasa, aspiradora en mano, el simulado tapiz después de los días de calima. Se imagina uno el verde intenso del césped artificial que se expande por las zonas vecinas como el coloreado ficticio de las fotografías antiguas, como los tonos uniformes de los decorados de pega de serie Ñ, como el brillo de las películas en technicolor. Sin embargo, ni siguiera la presencia de la mismísima Judy Garland sería capaz de extender el hipnótico brillo del plástico a la superficie instalada más allá de los reflejos del sol. En la carretera que sube, una hilera gris de adelfas peladas acompaña nuestro camino de salida de Playa Blanca, hacia un pueblo, Yaiza, donde han arrancado los aloes de flor naranja porque resultan molestos de mantener, donde yacen mutilados los árboles de la plaza, como una sucesión de Venus de Milo impotentes ante el castigo inflingido por la mano inexperta de quien no sabe podar y las indicaciones de quien no tiene criterio. Los altos cactus que flanqueaban la entrada a la plaza desde la iglesia han sido cortados a una altura de un metro; no se sabe si esperarán a que se pudran para arrancar los despojos.
En el parque vecino, una señora usa su mano derecha a mano de visera para protegerse los ojos del sol. Aquellos columpios en los que se mece su hijo no tienen sombra que los cobije. Los zapatos se entierran en un picón finito y molesto. Mira al suelo, quizá ahí sí que se agradeciese un pisco de césped artificial, a falta de las losetas de goma que amortigüen la caída de los niños. No hay suspiro alguno exhalado bajo su mano, más bien determinación; el sur es un buen lugar para una revolución silenciosa.