La herencia

Por Mare Cabrera

Mi abuela Milagros no les dejará herencia a sus hijos. Me estoy refiriendo a lo material: nada de terrenos, pisos, apartamentos en el sur o coches de lujo y obras de arte. Podrán repartirse alguna foto de incalculable valor sentimental, quizá alguna joya modesta de dudoso chapado en oro y poco más. En cambio, su presencia en la vida de todos con los que ha tenido que ver, no sólo la familia, también amigos y vecinos, será recordada y valorada como la mejor de las herencias morales y afectivas.

Cuántas familias conocemos que se han quedado en nada después del fallecimiento de uno de sus miembros. Cuántas miradas esquivas y desencuentros por cuatro perras entre hermanos que antes se querían y trataban como tales. Cuántos primos sin hablarse, cuántas generaciones que arrastran las broncas de sus progenitores y no tienen relación con sobrinos o primos hermanos por tal motivo. Una verdadera estupidez.

Los que hemos pasado por desagradables situaciones y a los que nos toca organizar después las pertenencias del fallecido sabemos cómo se vuelve la tortilla en un momento: primero lágrimas y abrazos de consuelo, después, miradas que no llegamos a comprender o comentarios fuera de lugar muy dañinos de los seres que menos esperas y de los que piensas tener apoyo incondicional. Quien debe ayudarte se convierte en enemigo.

Sin ir más lejos, aquí mi bisabuelo dejó herencia cuantiosa entre sus tres hijos. No es que quiera yo airear la mierda de mi familia, pero tampoco pondré ejemplos ajenos cuando lo he vivido de primera mano y porque colea el caso me atrevo a reflexionar sobre el tema en estas líneas. Mi bisabuelo, en efecto, en su reparto de bienes no atinó del todo, como se deduce del hecho de que algunos de los hijos quedaron molestos y digamos que se distanciaron los hermanos. Pasaron los años y para que vean cómo son las cosas, a pocos metros de la casa donde me crié vivían los hijos y nietos de estos hermanos de mi abuelo sin saber yo de su existencia. Con el tiempo recuerdo pasar por delante de sus viviendas y ver niños jugando en la terraza. Qué pena, sé que pensé más de una y dos veces, no tener relación con esta gente, mi familia, por rencillas del pasado. No sé muchos de sus nombres, ni sus edades ni ocupaciones, tampoco ellos saben de la mía, y todo porque en el siglo pasado nuestro bisabuelo dejó descontentos a sus tres criaturas.

Hay casos verdaderamente sangrantes, peleas descomunales, desaires y denuncias en los juzgados, malas artes y rencores que se traspasan de generación en generación. Son verdaderas herencias, pero de odio irracional. Parece que preferimos llevarnos a la tumba lo material, cual faraones de Egipto en nuestros sarcófagos, llenos de bienes para la otra vida, en lugar de la conciencia tranquila y el cariño de los nuestros.

Mi abuela Milagros me dejará sus folías, las que le escuchaba cantar mientras hacía las labores de ama de casa entregada. Y me dejará su cariño, repartido sin condiciones, y las recetas de los potajes y demás guisos que nunca podré preparar como ella. Todo un tesoro.