Con la Iglesia hemos dado

Por Mare Cabrera

Nuestras madres siempre han hecho hincapié en la discreción que debe reinar en asuntos de ámbito familiar. Eso de que los trapos sucios debían lavarse en casa nos fue repetido hasta la saciedad. Mi madre, además, añadía una coletilla que poco me agradaba en mi infancia: “Mare, si al hablar no has de agradar, mejor callar”. No la culpo, pues mis impertinencias más de una vez la hicieron ruborizar en público ante la facilidad para dar mi opinión cuando nadie me la había pedido, y más aún en asuntos de mayores, donde una chinija “josicúa” poco podía aportar al debate.

Los miembros de la Iglesia, que se ve salpicada de escándalos de pederastia que parecen alcanzar altas esferas como no había ocurrido nunca, debían tener una madre insistente con la importancia de mantener asuntos poco agradables al ojo ajeno en privado. Tal es así que se han guisado y comido lo que ellos deben entender como asuntillos de resolución interna. Hasta el punto que cuando les llegaba a su conocimiento que alguna oveja descarriada cometía tales atrocidades, decidían mandarlo a otro punto de la geografía, pedían una ejercicio de generoso perdón y olvido a las víctimas y silenciaban el escándalo… hasta que el caldo a fuego lento ha terminado por hervir y salpicar a los que tenía a su alrededor. Por lo visto, el derecho canónico no contempla la opción de poner en conocimiento de las autoridades la pederastia de los clérigos, y por lo que se ve se toman estas normas como si se tratase de la mismísima Biblia, pues sólo han contestado sobre temas tan delicados cuando la prensa comienza a apretarles las clavijas y existen abusados dispuestos a contar su experiencia y denunciar los hechos.

Ningún escándalo relacionado con la Iglesia ha conseguido hacer temblar sus anclados cimientos hasta el punto de preocupar sobremanera a sus integrantes, pero como el efecto del suave oleaje bajo los pies de la más ilustre mansión, sus ilustrísimas no pueden obviar el efecto de la erosión que lenta y pausadamente, más tarde o más temprano, termina por desgastar de manera irrevocable.

El lavado de imagen al que se enfrenta la institución bien podía venir acompañada, si no es mucho pedir, de una limpieza de conciencia, entonar el “mea culpa”, no para escapar de esta incómoda situación sino de forma consciente y, sobre todo, no volver a caer en el error de limpiar unos trapos de puertas para adentro cuando lo realmente efectivo sería centrifugar toda la porquería a la vista de todos.

Ah, y que pague la Iglesia el IBI como todo hijo de cristiana… pero que lo hagan también los partidos políticos y los sindicatos. Amén.