Escupir para arriba
Cerca de la casa de mi abuela vivía un señor que se pasaba la vida haciendo juicios sobre la decencia de las hijas de los demás. Espiaba las entradas y salidas de las adolescentes y cómo o a dónde se dirigían las jóvenes del barrio con sus pretendientes. Cualquier paso en falso que dieran era juzgado como desliz. Cualquier síntoma de cambio en sus cuerpos como embarazo. Cualquier arañazo en sus carnes como prueba evidente de escarceo amoroso.
La que no era puta podía llegar a serlo en cualquier momento. Las mujeres eran propensas al pecado por definición. Menos la suya, claro, a la que tenía encerrada bajo siete llaves. Cada hijo una llave y ella sumida en la penumbra de un amor mal entendido. Hasta que un día una de las hijas cometió un desliz con un novio mal encarado que la llevó por mal camino. Y poco después, otra de las hijas se quedó embarazada de un marinero holandés que recaló en la isla y le hizo un bombo por estribor. Y meses después, a otra que si le dio una ventolera, que si las malas artes de un mozo de Huelva que trabajaba de electricista en una compañía a nivel estatal, ¡vayan a saber! El caso es que se largó con el hombre que ya rondaba los cincuenta y tenía mujer y dos criaturas en Punta Umbría y el vecino de marras tuvo que ir a buscarla y traerla atada y con bozal.
El barrio entero, sabedor de tales andanzas, le puso un mote al buen hombre y dieron en llamarlo El escupidor. Dejó de salir a la puerta de su casa. Dejó de hablar con los vecinos. Y dejó de pensar en la moral de las hijas ajenas. Alguien que vino a visitarlo al enterarse de sus dolencias le hizo el comentario que ya mascullaban todos: "Ya sabes, amigo, no se debe nunca escupir hacia arriba que luego, ya ves lo que pasa, la mierda te llueve encima."
Y, hecho el razonamiento, el amigo se largó más ancho que largo. Que así es la sabiduría popular y así la moral del vecindario propenso a medir el valor de las mujeres por metros de castidad. Que las buenas gentes mantienen la creencia de que las menos tocadas son las más valiosas, como en las novelas de Corín Tellado. Y no es de extrañar que aún persista la costumbre de criticar a aquellas que hacen de su cuerpo lo que les viene en gana enfrentándose a los salivazos de algún gañán que parece no haberse enterado de lo equivocado que es escupir contra el viento o ir por ahí pregonando aquello de "de este agua no beberé".