Derecho a decidir
En una sociedad moderna, civilizada y progresista los ciudadanos queremos tener una serie de derechos que consideramos inalienables y por los que, en más de una ocasión, luchamos en contra de lo establecido o en contra de lo que la historia marca en cada momento.
Queremos tener el derecho a decidir quién nos gobierna, que forma de gobierno, queremos tener el derecho a elegir nuestra ideología, nuestra religión, nuestra sexualidad, nuestros amigos. Queremos tener el derecho a decidir qué formación debemos tener para desarrollarnos como seres útiles para la sociedad, queremos que los dirigentes nos faciliten ese derecho más allá de nuestra capacidad económica y queremos poder tener el derecho a trabajar en lo que hemos estudiado.
En una sociedad como la nuestra, muchos de estos derechos ya los hemos conseguido y otros los tendremos a poco que la sociedad siga avanzando. En otras, estos derechos o no los conseguirán nunca o costaran más sangre que lagrimas.
Pero si hay algo que la sociedad, por lo menos en general, ni se ha planteado es darnos el derecho a decidir lo que queremos hacer con nuestra propia vida.
Nadie nos pregunta si queremos nacer, pero todos nos impiden poder morir cuando consideremos que nuestro partido ya se ha acabado. Sé que este planteamiento va a levantar algunas ronchas y por eso voy a razonarlo en la medida que algo así pueda ser razonado. Otra cosa será entender este planteamiento o considerarlo producto de una mente alterada, que todo es posible, pero que no es este caso.
¿Por qué quiero decidir lo que hacer cuando estoy vivo y en alguna medida soy útil y en cambio no puedo decidir cuándo dejar de estar, siempre que las circunstancias me lleven a ello?
Apelar a razonamientos sentimentales, familiares, sociales, ideológicos o religiosos cuando la realidad es justamente lo contrario, me parece profundamente equivocado.
Cuando alguien, con razones más que justificadas, decide que su tiempo ya se ha acabado, la sociedad no puede empeñarse en seguir manteniendo una situación que ni es buena para el que la padece ni para el que la soporta, por mucho que nos empeñemos en una hipocresía absurda, basada única y exclusivamente en el egoísmo personal, sin pensar realmente en quien decide dar por finalizado el partido.
Exijo mi derecho a no ser una carga, ni para mis familiares, ni para mis amigos, ni para la sociedad.
Exijo mi derecho a decidir cuándo y cómo tengo que dar por finalizada mi existencia, una vez que lo que me queda de vida ya no lo puedo disfrutar, una vez que las circunstancias físicas me van a impedir ser feliz, gozar de los placeres de la vida de los que ya he disfrutado y que se que nunca más volveré a hacerlo.
No hay nada más cruel e inhumano que obligar a alguien a vivir una existencia sin futuro de por vida sin más esperanza que la de esperar a ver si suena la flauta y se encuentra el remedio para lo que le tiene postrado.
¿Por la familia o los amigos? Precisamente por ellos quiero tener el derecho a no ser una carga, quiero no ser una hipoteca que condicione su forma de vida teniendo que dedicar tiempo que no tienen, esfuerzos económicos de los que, en la mayoría de los casos, no pueden afrontar, sacrificios personales y familiares que no conducen a nada.
Tengo un profundo respeto por todos aquellos que piensan lo contrario, por todos aquellos que, a pesar de sus circunstancias, quieren seguir adelante en unas condiciones en las que nadie, por mucho que se lo planteen, pueden ser felices.
Yo no quiero esa vida, vacía, sin esperanzas, sin futuro.
Cuando la vida me ponga en una situación así, en la que lo único que me quede sean recuerdo de lo visto y lo vivido, quiero tener el derecho a decir HASTA AQUÍ HE LLEGADO.
Y no es en absoluto un acto de cobardía, ni de falta de sentimientos, ni nada que se le pueda parecer. Es precisamente todo lo contrario, si nadie me pidió permiso para venir, para vivir en una sociedad o en una familia que no he escogido, que nadie pueda negarme el derecho para irme cuando crea que mi partido ya se ha acabado y no quiero jugar el tercer tiempo.
Seguro que hay más de uno, miles probablemente, que me dirán que soy injusto con los que me quieren, que no pienso en ellos, que les niego el placer de mi compañía y de mi cariño. A todos ellos les diré que, precisamente por ellos, una vida en la que ni yo ni los míos vamos a ser felices nunca, no la quiero. No quiero que mis hijos hipotequen su vida por una casa que se terminara cayendo sin que nadie lo pueda remediar y que sus esfuerzos por cambiar la situación serán absolutamente estériles. No quiero que por mi dejen de vivir su vida, sacrifiquen su trabajo, su familia, su economía, su vida social y todas aquellas cosas de las que puedan disfrutar sin tener que sostener un cuerpo al que solamente la ciencia mantiene en pie.
Por egoísmo me quedaría, sacrificaría a todo el mundo por jugar la prorroga y hasta los penaltis, pero no soy así y por eso quiero mi derecho, el único que depende exclusivamente de mi y el que ninguna sociedad ni moderna, ni civilizada, ni progresista tiene el poder de negarme.