¿Democracia hemos dicho? Pues democracia.
Cualquier ciudadano medianamente informado tiene que ser muy escéptico en relación a la convocatoria, el desarrollo, los resultados y las posibles consecuencias de las próximas elecciones del 20-N. Razones creo que no faltan para justificar este sentimiento pesimista.
¿Sirven para algo los programas electorales? ¿Podemos creer todo lo que nos van contar los diferentes candidatos en esas grandes concentraciones en los polideportivos de algunas grandes ciudades, a las que suelen ir los ya previamente convencidos? ¿Sirven para algo esos posibles debates electorales de los líderes de los dos grandes partidos, que suelen ser tan polémicos porque algunas fuerzas políticas se consideran siempre marginadas, y que además está todo controlado, los tiempos, los mensajes, las respuestas? ¿Todo el gasto que va a suponer la financiación de las diferentes campañas, se podría dedicar a políticas activas de empleo? Seguro que habrá algún despistado y malintecionado que podría llegar a la conclusión de que el plantearme tales preguntas, estuviera cuestionándome el sistema democrático. Nada más lejos de mi pensamiento.
Creo que son compatibles las preguntas susodichas con mi firme creencia en la democracia, calificada por Winston Churchill, a mitad del siglo XX “como el peor sistema político exceptuado todos los demás”. Precisamente porque creo firmemente en ella, es por lo que me preocupa su mejora y regeneración. Tengo la impresión de que en nuestro país, tras los largos años de dictadura, nos hemos adormecido en la bondad intrínseca de la democracia, como si el hecho de votar cada cuatro años a diferentes opciones políticas fuera ya suficiente.
La democracia supone todo un conjunto de valores, que hay que sembrarlos, cultivarlos y practicarlos permanentemente, de no ser así se corre el riesgo de que se quede oxidada. Por ello, hoy todavía no han perdido vigencia las palabras de Azaña, de una conferencia de 1911, titulada “El problema español” pronunciada en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares “En lo político necesitamos, como una condición indispensable, la revisión de todas las instituciones democráticas en nombre de su principio de origen, limpiándolas, purificándolas de todos los falsos valores que sobre ella se han creado…¿Democracia hemos dicho? Pues democracia. No caeremos en la ridícula aprensión de tenerla miedo: restaurémosla, o mejor, implantémosla, arrancando de sus esenciales formas todas las excrecencias que la desfiguren”. Algunas de ellas sería muy fácil el arrancarlas, todo es querer. Si se hiciera, nuestra democracia cobraría nuevos bríos, lo que ocurre es que nuestra clase política no tiene esa pretensión, porque parece que tuviera miedo a la democracia. A pesar de ello, mi obligación moral es citar algunas de estas excrecencias que deberían ser arrancadas de cuajo. Ahí van.
Debería corregirse el procedimiento de las listas cerradas, en cuya confección no se tiene en cuenta en nada a los militantes del partido, ni la valía del posible candidato, ya que el único criterio es la sumisión al secretario general del partido, a nivel provincial, regional o estatal. Se debería alcanzar que el funcionamiento interno de los partidos políticos fuera realmente democrático, donde imperase un auténtico pluralismo político. Habría que evitar la lejanía de nuestros representantes, ya que, que yo sepa, a ningún diputado o un senador se le ha ocurrido tener un despacho abierto algún día a la semana en la capital de su circunscripción, para escuchar los problemas y recoger los problemas de los ciudadanos. Se tendría que mejorar nuestro sistema representativo, ya que no es justo, tal como se demuestra en los datos siguientes: en las elecciones generales de 2008 con 963.000 votos IU obtuvo dos escaños y CIU con 774.000 once; con 303.00 el PNV tuvo seis y UPyD sólo uno. Que se arrancase de verdad la corrupción en los partidos políticos. Que los programas electorales se cumpliesen. Les recomiendo que lean el programa con el que ZP se presentó a las elecciones del 2008 el PSOE y lo comparen con las políticas puestas en práctica.
Ni reforma laboral, ni de las pensiones, ni del sistema financiero, ni de la negociación colectiva, aparecían en sus propuestas. Ni muchísimo menos la ideología política que las configura y las desarrolla. Como tampoco el durísimo plan de ajuste fiscal de mayo de 2010, que fue un auténtico atropello a amplios sectores de la sociedad, que por cierto no son los privilegiados. Por ello, lo ocurrido es un auténtico fraude electoral. Por todas las razones expuestas es comprensible el gran desencanto de la ciudadanía para con nuestra democracia. Recientemente Julián Casanova lo exponía con claridad meridiana: Todo parece estar cambiando en los últimos años. La crisis económica, con sus consecuencias sociales y psicológicas, está metiendo de lleno a las democracias en una grave crisis política. La crítica a los políticos y a la democracia gana terreno al calor de la crisis económica. Gradualmente, se está abriendo una sima entre los Gobiernos, incapaces de ofrecer salidas firmes a la crisis, y aquellos ciudadanos que más la sufren. La política se mueve hoy entre aguas turbulentas, agitadas por la corrupción, el enriquecimiento fácil y la ambición por el poder, mientras que el orden político que propició esa edad de oro de la democracia se resquebraja.
Con ser ya grave todo lo dicho, lo es más todavía el que se haya extendido como una marea negra el argumento, explicado desde las élites políticas y mediáticas, de que no hay otra política posible, porque viene impuesta desde los mercados. Y la gente sumisa la acepta. A mí esa palabra de los mercados me desquicia y me hace perder el equilibrio. ¿Qué son los mercados? ¿Quiénes están detrás de esa palabra taumatúrgica? Son personas concretas de carne y hueso, que controlan la economía mundial, desde determinadas instituciones, como las agencias de calificación, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea, el Banco de España, y que con sus recomendaciones son capaces de hundir en la miseria a cualquier país, como está ocurriendo en España.
Si al final hay que actuar al dictado de lo que ellos digan, pues que sean ellos los que se presenten a las elecciones y diseñen los programas electorales. Y que den la cara. Y además podríamos hacer un cuantioso ahorro de personal, ya que sería más que suficiente que unos cuantos funcionarios públicos, o mejor de alguna subcontrata de alguna empresa privada, ubicados en el Ministerio de Economía, conectados telemáticamente con las instituciones mencionadas, se limitarán a cumplir sus ordenes.
Por otra parte, la implantación de la doctrina del pensamiento único, de la ausencia alternativas, -de que las cosas son como son y que no pueden ser de otra manera- es lo más contrario a la misma esencia y funcionamiento del sistema democrático, que precisamente se basa en la existencia de diferentes opciones o alternativas. Donde no hay alternativas, donde se impone una única verdad incuestionable, no hay pluralismo ideológico, y por ende la democracia deja de existir. Esto es tan claro, como el agua cristalina.
Cándido Marquesán Millán